"Nuestra gloria más grande no consiste en no haberse caído nunca, sino en haberse levantado después de cada caída", (Confucio)
… Ettore, un niño avispado y extrovertido, estaba
jugando al balón, mientras su madre tendía la ropa fuera de casa. El sol soltaba
retazos de calor, y la humedad del río Tíber convertía las jornadas de verano en
maratones sofocantes, divertidos, placenteros. El placer de comer en la calle,
en mesas de madera con perolas repletas de pasta con tomate y pecorino romano.
Ruido, alegría, bullicio, simpatía, jolgorio, fiesta de pobres, supervivencia, aglomeraciones. Y todo eso
extrapolado en todos y cada uno de los barrios de Roma (borgate), fotografías
de casas populares, esencia de una ciudad que en realidad es el pueblo más
grande del mundo.
Ettore jamás había visto el Coliseo de cerca, porque
le transmitía inaccesibilidad, lejanía, utopía, incluso desprecio. Y es que
allí sólo había turistas y gente de bien, o mejor dicho, hijos de esos ricos
que bebían sus penas en la Via Veneto. Uno de ellos se llamaba Paris, un niño
asustadizo, presuntuoso e hipocondríaco. Quién no estaba con él en el centro de
la ciudad, lo estaba contra él, ya que pertenecía a los suburbios oscuros y
procelosos, abandonados por un estado que no le interesaba mezclarlos con los
únicos que traían dinero a la ciudad, comiendo en restaurantes y entrando en los
museos. Dos mundos, uno verdadero similar a los bajos fondos de Shanghai, delincuencia incluida, y uno
muerto rodeado de un aura plomiza que provocaba tristeza a unos monumentos
ajenos a todo, conscientes que sólo en Roma se puede dar vida a los muertos. Ironías
del destino, un día coincidieron Ettore y Paris en un lugar intermedio, como
por error, un guiño del sino. El impacto inicial fue eminentemente de desaprobación recíproca.
Ambos odiaban las atmósferas del contrario.
Roma, lugar inacabado, construído al revés, con mentiras bellas y
eternidades indescriptibles, es el trasfondo de la historia de estos dos
muchachos que, juntos, emprenden un camino hacia el infinito, hacia la
periferia de la ciudad, donde surge todo, donde la especulación inmobiliaria
construyó microclimas para gente necesitada con tradiciones anacrónicas. Gente
que jamás ha visto el Vaticano, pese a que a éste le gusta sentirla
cerca, porque es la verdadera personalidad de la urbe, es la esencia. Las
piedras milenarias y el lujo aparente no es sino el espacio contradictorio en
una historia de pobres y miserables condenados a ser felices haciendo apología
de las actividades desarrolladas en épocas de crisis. Pasolini, Sordi, Magnani,
Ettore y Paris serán uno mismo. Ellos guiarán el camino para las siguientes
generaciones, que reniegan de lo antiguo, pero no pueden vivir sin ello.
Barberías de hace un siglo, panaderías en blanco y negro, afiladores, fruterías
con olor a huerto, dialecto romanesco, ambiente pictórico, caos, bullicio,
alegría, pena, llanto, risa, alma, años 60 fijados para siempre, Roma…