sábado, 5 de septiembre de 2015
Oriente
"Yo soy grande, es el cine que se ha hecho pequeño", (Norma Desmond, El crepúsculo de los dioses)
No es un alegato para captar adeptos, sino una necesidad imperiosa de contar cosas, algo que se me ha agudizado desde que vivo en Roma. Eso estaba ahí, pero fue ella quién lo despertó. Quizás por su magnetismo, quizás por la ucronía que abrocha su historia. Y es que semejante lugar milagroso no hace sino provocarme dudas de su pasado, del que tiendo a idealizar e incluso alterar. ¿Fueron civilizaciones atávicas quiénes la fundaron?¿Los astros? ¿O la poesía que irradió de la tensión entre Rómulo y Remo encima del Palatino?
Me gusta pensar así, porque si me agarro a un origen oficial, recogido en los libros, no le termino de dar sentido al tema, y además me resultaría incompleto y aburrido. Roma es epidérmica, pero una vez comprendido y aceptado semejante rasgo de personalidad descubres que, como en el amor, se entremezclan dentro de ti la rabia y la alegría, que terminan por darse la mano. Disfrutas con lo maravilloso, y lo miserable lo interiorizas como una parte más de la vida. En ocasiones, incluso, provoca risas, cosquilleos en el estómago. Tilín.
La suciedad, el caos, la mafia, la burocracia, el excesivo precio del pescado o las infinitas facturas no hacen sino humanizar la ciudad, hacerla real para poder disfrutarla. Siempre digo que sin esas arrugas no sería ella, pero diré más: Sin ellas, sencillamente aparecería en un cuento, como El Dorado o el Santo Grial. Viviríamos, como dictan los versos de Leopardi, disfrutando sólo del deseo y curiosidad que nos produce tener algo, y terminaría por desvanecerse cuando lo poseemos. Eterna insatisfacción.
Roma es magia y arruga; dura realidad y dietrología. Todo junto conforman el ser, que se equivoca (y mucho) sólo por el hecho de vivir. Somos nosotros, probablemente, los seres incapaces de no interiorizar las virtudes, quizás porque habíamos sobrevalorado la perfección imaginándola con ínfulas de dioses y hadas.
Cuando me preguntan si aquí tengo amigos suelo decir que uno, dos como mucho. El resto, conocidos. Uno de ellos es italiano, de religión judía, que me obliga a hacerle la paella sin marisco, y me evita para quedar a solas, birra en mano, para hablar nuestros temas, que no van más allá del fútbol, su Milán, o chicas guapas en el trabajo. Desconozco muy bien los motivos; el caso es que con el único que me escapo a cenar a solas (lo hago una vez al mes) es Manfredi, un divorciado de casi 50 años (padre de un niño de quince), que me cuenta historias de Vietnam y sus conquistas mientras tomamos siempre lo mismo: filete de bacalo, pizza margherita y tiramisú. De beber, cerveza y agua con gas. Gran individuo, siciliano, muy hincha del Palermo y antiamericano.
El tercero en discordia es un egipcio que trabaja en una frutería, con el que suelo tomar café casi a diario. Es de religión musulmana y, hasta donde yo sé, no puede hacer el amor hasta que no se eche novia y se case. Tiene 21 años, aunque aparenta treinta. Cuando le bromeo me dice que a mí me habla el diablo, y que en el Más allá tendré una vida dura, llena de fuegos y adversidades. Él, que respeta lo de rezar cinco veces al día, piensa que se encuentra en el paraíso. Yo no le creo, pero quizás ninguno de los dos estemos en lo cierto. Roma, que me enseña esta parte de Oriente, también me induce a pensar que cualquiera puede ser grande en su grandeza, entendida siempre como un conjunto de cosas buenas salpicadas con motas de polvo.
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