martes, 5 de julio de 2016
El desierto
"Estuve en el infierno y regresé. Fue maravilloso", (Louise Bourgeois)
La primera y última vez, hasta ahora, que vi el desierto me pregunté por qué motivos le han puesto puertas. No había encontrado respuesta, cuando se me ocurrieron más preguntas. ¿Y por qué quieren que me convierta en Lawrence de Arabia en un jeep o emule Indiana Jones a lomos de un caballo? ¿Por qué todo esto? Mi sensación fue de contrariedad. Es increíble cómo, el que vive del turismo, huele rápido la sangre, y es ahí cuando busca rellenar cada uno de nuestros vacíos, que son muchos, de forma mísera y disfuncional, para nosotros por supuesto. Lo peor de todo es que yo, que critico todo esto, termino por consumirlo. Y en ese instante disfruto del subidón efímero que adelanta un bajón, o necesidad de llenar otro hueco u otro vacío. Porque, sobre todo, ya he olvidado el anterior.
Roma es una especie de desierto. Y, además, de vez en cuando te sorprende con un oasis. Su identidad se revela con el tiempo, y no del todo. En un hipotético 100%, su lado turístico ocuparía un cinco o un diez, no más. El resto es excesivo, maravilloso, humano, salvaje y cruel. Pero es que incluso esa parte más artificial, de la que el hombre saca partido explotándola, mantiene una esencia de cercanía, simplicidad y magia. Como si no se dejara conquistar del todo. Uno puede ver caminando, en apenas una hora y sin puertas mediante que te invitan a pasar por caja, los exteriores del Coliseo, la Fontana di Trevi, Piazza Navona, Panteón y la plaza de San Pedro. Los que vivimos aquí tenemos complicado apreciarlo (sufrimos la enfermedad del olvido). A menos que no vayamos al desierto de verdad, nos obliguen a montar en un camello y digan en qué tenemos que soñar. Ahí, uno recuerda Roma, y de repente recobra toda su honestidad y sentido común. Piensa en Gabriela Ferri y espeta un Grazie.
Quizá con todo esto comience a esclarecer la ecuación del amor, ese sentimiento inexplicable, por complejo y contradictorio, que me mantiene aquí desde hace cuatro años. Pensaba que jamás podría explicarlo, pero la verdad es que Roma no pretende llenarme ningún vacío. Prefiere que los sufra en carne viva para que aprenda a tolerarlos, a vivir con ellos. Eso solamente lo saben hacer, o recomendar, los terapeutas, las personas con profunda sensibilidad o las ciudades-lugares que lo padecen en sí mismas, y no tienen miedo a admitirlo.
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