jueves, 23 de febrero de 2017

Los símbolos


"Si lo imaginas, es real", (Pablo Picasso)

El ser humano, en general, es tan cobarde y vulnerable que necesita constantemente buscar aliados para reafirmar teorías o difundir mensajes. A lo largo de la historia se ha valido de símbolos o palabras clave, manejándolas/os a su antojo, para hacer acopio de adeptos. Ahora el establishment político desgasta la palabra populismo (originariamente usada como estrategia política para buscar apoyo en el pueblo) hasta terminar banalizándola desvirtuando el mensaje, emparejándola con términos como posverdad. Los populistas (¿quiénes son? ¿son malos?) hacen lo propio apoyándose en la sensación real de terror generalizado, en las palabras capitalismo o neoliberalismo. En fin, ambas facciones ganan adláteres.
Durante los últimos meses, en Roma, asistí a dos conferencias importantes. Una era sobre el binomio ultras-símbolos; la otra sobre el poder de estos ideogramas en la masonería. Por partes: un hincha de fútbol radical, más que nada, quiere propagar su idea sea donde sea. El estadio -ante la debilidad de ciertas directivas que cayeron rehenes de sus ultras- siempre ha sido un gran caldo de cultivo para ello, aunque no el único. Así, calaveras o, principalmente, esvásticas han tenido cabida allí en más de una ocasión. Lo paradójico es que la esvástica nació miles de años antes de que Hitler la usara para promulgar a los cuatro vientos el Fascismo. Se desarrolló en varias religiones, como Budismo o Cristianismo, donde los propios cristianos la usaban para disimular una cruz, y así salvarse de las hordas de sus perseguidores paganos.  
Fueron los propios cristianos, y con esto me engancho a la conferencia sobre los entresijos de la masonería, cuando, nada más conquistar Las Indias en 1492, se toparon con cruces en templos precolombinos. Enseguida dijeron que se trataba de antiguas civilizaciones cristianas, que ya habían comenzado a difundir el mensaje de dios. La realidad era otra: simbolizaban rosa de los vientos. 
Desde que estoy en Roma, y quizás por mi cobardía y vulnerabilidad, hay un símbolo que necesito tener en casa para extender, sugestionar y divulgar mi mirada costumbrista hacia una ciudad que, entre todos, hemos divinizado... Hasta tal punto que tiende a ser odiada por mucha gente.
En mi cocina no puede faltar la albahaca, que va mucho más allá de ser el tercer ingrediente (para completar los colores de la bandera italiana) de la pizza margherita. Mi tristeza crónica (ahora ya muy controlada) necesita ser engañada con ese efecto placebo que a mí me alegra casi tanto como cuando le di mi primera bocanada a la marihuana, casi sin saber fumar. La paradoja es que la albahaca no son más que hojas verdes perfumadas. Eso sí, para mí tiene una fuerza comunicativa, totémica, que me reporta hacia el lugar donde, en realidad, estamos todos: en una derrota de la irracionalidad en beneficio de dinámicas tribales.