“Hagas lo que hagas, ámalo” (Giuseppe Tornatore)
Iba a comenzar explicando los motivos por los que no
he escrito durante el último mes, pero atravieso tal estado de pereza para
escribir que prefiero tirar hacia lo fácil (Roma) para desbloquear este pecado
capital. Salvando las distancias, los hermanos Cohen hicieron algo parecido
cuando sufrieron un bloqueo mental mientras rodaban 'Fargo'. Fue entonces cuando
se pusieron manos a la obra con la exquisita e inquietante ‘Barton Fink’. Puedo
decir que, siendo ambas buenas, esta vez el remedio sí superó a la enfermedad.
Aquí, en la eternidad, ya rebasé el año, momento
idóneo para hacer balance de una población exagerada, presumida, narcisista,
débil, acólita de su estado de ánimo. En Roma, y en Italia en general, es
conveniente ser guapo. Y, si no lo eres, lo ideal es camuflarlo con vestimentas
caras o con hipocresía. Preservar la estética, esa es la clave. El culto a lo
bello como un ‘status quo’ inmortal.
Comprendido esto, sobra explicar que repudian, de
cara a la galería, la espontaneidad, lo imprevisible, el duende de la gracia. Son puntillosos y militantes, sobre todo si se sienten feos, en la necesidad
de participar en actos u organizaciones sociales (bien sea ONGs) para sentirse a gusto con ellos mismos. Sí, como si quisieran estar así en paz con dios. Como si
fueran siervos del mensaje vaticanista (hasta la llegada del Papa Francesco, por
supuesto): no importa pecar hasta la saciedad siempre y cuando lo camufles con
actos buenos. No importa sentirlos; basta con que los demás lo vean.
Luego está la clase social más pudiente, que igual
cree perder el tiempo en esos menesteres. Ellos son más de reuniones masónicas,
de ultratumba, con gente de nivel. ¿El objetivo? Estar rodeado de los mejores,
de los más importantes, de los amigos que todo el mundo -en Italia- quisiera
tener.
Si perteneces a uno de estos dos grupos, serás un
hijo más de esta población miserablemente bella y acomplejada. Si no,
simplemente serás un pobre al que acogen, miran con recelo y temen. Porque la
normalidad, entendida en todos sus términos, les aterra. Tienen curiosidad por
ella, pero también miedo de abrirla en dos y analizarla parte por parte, cual
forense. Demasiado enrevesado si todo se puede solucionar con un vestido de Prada.