jueves, 10 de marzo de 2016

Shakespeare in Rome


"En lo más crudo del invierno descubrí que dentro de mí hay un verano invencible", (Albert Camus)

Cuando Eduardo Chillida construyó el Elogio al horizonte en el Cerro de Santa Catalina (Gijón) descuidó facilitar el acceso al individuo ponderando en su juventud y ganas de ver, de encontrar nuevo arte. Era el ser humano, curioso por naturaleza, quien debía construir el camino, trazar una vía para llegar al monumento. Abanderar una idea para que el resto tuviera la oportunidad de seguirla.
Roma tiene también ese punto salvaje, espontáneo y excesivo; te enseña su belleza junto a las arrugas. No esconde sus cicatrices sino que parece presumir de ellas. Y te convierte en protagonista de su aventura.

Pero Roma, como todo lo que es bello, corre también el riesgo de ser desnaturalizado, de incurrir en una monotonía que sólo se puede combatir aceptándola. A nivel artístico, es la más conspicua de las ciudades en el mundo, pero abusar de ella, de su melancólico centro histórico, puede dar lugar al odio fruto de la terrible insatisfacción humana. Mi amor hacia ella no está muy lejos de esta explicación, de ahí que no para de buscar soluciones que combatan esta especie de pánico asfixiante.

La última fue huir, como lo hacían los cristianos durante el Imperio, por la Via Appia Antica, la calzada más antigua del mundo, trazada para comunicar la urbe con el sur (más de 200 kilómetros). Por allí han pasado desde emperadores romanos hasta gladiadores, carros con caballos y mulas, prostitutas y condenados. Es como la Via Giulia (ahora chic; antes una especie de Milla Verde para los que iban a entrar en prisión), una representación shakesperiana, repleta de contrastes indómitos. Muy humanos.

Lejos del centro, lo ideal para acceder a ella -sin padecer las consecuencias de los sampietrini ni la incomparecencia de los buses- es hacer un tour con Segway, un vehículo eléctrico a dos ruedas, un binomio entre bicicleta y monopatín. En poco tiempo pasas del Coliseo; lugar de partida; hasta el Celio (una de las siete colinas), Circo Massimo, Termas de Caracalla (dejando a la izquierda la casa de Alberto Sordi), porta de San Sebastiano, catacumbas y Mausoleo de Cecilia Metella, esposa de Craso. También el espectacular Circo de Majencio, un emperador cuya muerte se la cobró Constantino en la Batalla de Ponte Milvio.

Allí, donde Cristo paró a San Pedro y le hizo reflexionar, radica hoy el principal sentido de la vida, con lo bueno y lo malo que ha venido con la evolución sin progreso. Los bares comienzan a inundar la naturaleza, salpicada también con algunas villas de políticos, que no consiguen de momento eliminar el encanto de la paisaje, de la ruta. La vuelta, de nuevo por Caracalla, fue un contraste desenfrenado: mientras más arte más indigentes, aparentemente invisibles, aparecían custodiando las obras romanas. Roma, dicho a la romana, va accettata!


jueves, 3 de marzo de 2016

El envoltorio



"Pobre quien esté sólo, porque cuando cae non hay nadie para levantarlo", (La Biblia)

Cuando Jep Gambardella llegó a Roma con apenas veinte años se topó de bruces con la cruda realidad, y le proporcionó un sufrimiento tal; además de un bloqueo psicológico; que no fue hasta los 65 cuando comprendió el gran descubrimiento de su vida: "No puedo perder tiempo en hacer cosas que no me apetece". 

El mío ha sido diferente, pero no menos sintomático de un gran cambio... El que supone haber descubierto ciertas llaves maestras que abren y cierran las puertas del universo.
Cuando llegué a Roma por vez primera, de erasmus, no estaba ni siquiera asustado. No por ser un valiente, sino por esa capacidad que a veces tiene el individuo de no profundizar para no quemarte, porque sabe que no soportarías las llamas. Pero ese bienestar es ilusorio y pasajero; supone un manual de supervivencia para situaciones límites. Para lo cotidiano huele a rancio.

Hace casi cuatro años volví, esta vez ilusionado y asustado a partes iguales. Sabía que me esperaba una urbe solemne que, quizás, terminaría por devorarme. No ha sido así, de momento. La explicación es que esa solemnidad agresiva y distante no es más que un cascarón que esconde pequeños detalles que la explican, y por ende el mundo entero. 

Hace días acudí al mercado para comprar dorada y salmón fresco. Lo hice a las dos del mediodía, hora clave para poder regatear. Después, me compré una pizza con tomate y aceite, una naranja roja siciliana y, cuando me dirigía a casa, me topé con un hombre anciano anunciando que vendía habas frescas y peladas. Le pregunté si había algún modo de comerlas que no fuera a la española (con arroz o en tortilla francesa) y me dijo que crudas, combinadas con parmesano o pecorino romano (queso mucho más salado).

Esa noche, tras tomar un café en el segundo piso de La Feltrinelli de Largo Argentina mirando las ruinas (uno debe darse gustos de vez en cuando) me fui paseando solo hacia Trastevere. En uno de los restaurantes más sugestivos, y caros, del lugar había un cartel escrito con rotulador en la entrada: Tenemos habas frescas. En ese momento vi tan pequeña y mundana Roma que no pude privarme de la tentación de sentarme en la plaza de Santa María in Trastevere y comenzar a comer, como si fueran pipas, las que había comprado antes en el mercado, por supuesto con cáscara. La grandeza, al fin y al cabo, está en estas pequeñas nimiedades. Y ahí todos tenemos la posibilidad de llegar. Lo difícil es descubrirlo.