jueves, 3 de marzo de 2016
El envoltorio
"Pobre quien esté sólo, porque cuando cae non hay nadie para levantarlo", (La Biblia)
Cuando Jep Gambardella llegó a Roma con apenas veinte años se topó de bruces con la cruda realidad, y le proporcionó un sufrimiento tal; además de un bloqueo psicológico; que no fue hasta los 65 cuando comprendió el gran descubrimiento de su vida: "No puedo perder tiempo en hacer cosas que no me apetece".
El mío ha sido diferente, pero no menos sintomático de un gran cambio... El que supone haber descubierto ciertas llaves maestras que abren y cierran las puertas del universo.
Cuando llegué a Roma por vez primera, de erasmus, no estaba ni siquiera asustado. No por ser un valiente, sino por esa capacidad que a veces tiene el individuo de no profundizar para no quemarte, porque sabe que no soportarías las llamas. Pero ese bienestar es ilusorio y pasajero; supone un manual de supervivencia para situaciones límites. Para lo cotidiano huele a rancio.
Hace casi cuatro años volví, esta vez ilusionado y asustado a partes iguales. Sabía que me esperaba una urbe solemne que, quizás, terminaría por devorarme. No ha sido así, de momento. La explicación es que esa solemnidad agresiva y distante no es más que un cascarón que esconde pequeños detalles que la explican, y por ende el mundo entero.
Hace días acudí al mercado para comprar dorada y salmón fresco. Lo hice a las dos del mediodía, hora clave para poder regatear. Después, me compré una pizza con tomate y aceite, una naranja roja siciliana y, cuando me dirigía a casa, me topé con un hombre anciano anunciando que vendía habas frescas y peladas. Le pregunté si había algún modo de comerlas que no fuera a la española (con arroz o en tortilla francesa) y me dijo que crudas, combinadas con parmesano o pecorino romano (queso mucho más salado).
Esa noche, tras tomar un café en el segundo piso de La Feltrinelli de Largo Argentina mirando las ruinas (uno debe darse gustos de vez en cuando) me fui paseando solo hacia Trastevere. En uno de los restaurantes más sugestivos, y caros, del lugar había un cartel escrito con rotulador en la entrada: Tenemos habas frescas. En ese momento vi tan pequeña y mundana Roma que no pude privarme de la tentación de sentarme en la plaza de Santa María in Trastevere y comenzar a comer, como si fueran pipas, las que había comprado antes en el mercado, por supuesto con cáscara. La grandeza, al fin y al cabo, está en estas pequeñas nimiedades. Y ahí todos tenemos la posibilidad de llegar. Lo difícil es descubrirlo.
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