sábado, 14 de enero de 2017
La espontaneidad
Goethe: "Si estudiamos todas las leyes no tendremos tiempo de transgredirlas".
El filósofo Locke ya hablaba en el siglo XVII del derecho a la propiedad que tenía el individuo. Derecho que en EE.UU. estiraron demasiado hasta extrapolarlo a los seres humanos en una renovación masiva del término esclavitud. Eran los tiempos de Lincoln y la Guerra de la Secesión.
En Roma, con el Fascismo, se pulió el centro histórico para subrayar mejor la plaza de San Pedro y el Coloseo, y sobre todo para dar rienda suelta a una exagerada especulación inmobiliaria en la periferia de la ciudad. Allí comenzaron a crearse los suburbios, que acogían a toda esa gente que vivía a pocos pasos de la Fontana di Trevi, y a la que se le había arrebatado su propiedad, expulsándola hacia la campaña romana. Esas casas de protección oficial; alejadas de la civilización, con pocos servicios y nulo transporte para alcanzar el núcleo urbano; dieron cobijo a una población espontánea, humana, sencilla, bulliciosa, transgresora, pícara y noble. Arribaron en masa allí. Sobre todo a finales de la II Guerra Mundial, que llegaron en oleadas aprovechando los fenómenos migratorios del sur (Sicilia, Calabria, Puglia o Nápoles) hacia el norte del país (Turín y Milán especialmente). Muchos quedaron atrapados en Roma, donde se desembocó un instinto animal, primitivo, innato en el DNI del hombre, para la ocupación de las mismas.
Hace poco, visitando el Museo de Roma en Trastevere, descubrí en las fotos de Rodrigo Pais que, quizás, sea cierto: en Roma nunca maduró la verdadera cultura de convivencia, entendida ésta como el resultado de compartir un espacio urbano de forma civilizada. A esto habría que añadir, además, las tremendas construcciones realizadas fuera de control, con materiales pobres, escasos y rudimentarios, a menudo lejanas a un racional, planificado y democrático gobierno del territorio. Es decir, se construyeron mazacotes de cemento, comiéndose incluso las aceras, para una población más amplia de lo normal. Incontrolable e ingobernable.
Entre 1951 y 1971, según datos oficiales, Roma incrementó su población en casi un 70%. El resultado fue una ocupación masiva, salvaje, y muchas veces ilegal de la vivienda. No había lugar para todos, así que surgieron de manera espontánea innumerables chabolas, sin luz ni agua propias, a pocos pasos. Una contradicción -con el hormigón armado- casi poética, lírica, de la que aún quedan algunos reductos, salvando las distancias, en la manera de ser, la lengua y la estética (hay indigentes que buscan cobijo usando acueductos romanos para construir su morada; otros prefieren vivir delante del Coliseo aprovechando el techo de un arco). Comunidades, porque toda la gente allí se alió en comunidad, que se aprovecharon en su día de la espontaneidad de Roma para plantar sus huertos y cuidar el ganado. La tierra fértil, rodeada de agua y vegetación por todos lados, hacía el resto.
Siempre digo que Rómulo y Remo no escogieron cualquier lugar para crear la que sería capital del mundo antiguo. Roma, más allá que por las piedras milenarias, es fantástica por su espontaneidad y la naturaleza de su gente: cerca del Circo Massimo crecen tomates, lechuga y albahaca. Y hay conductores de autobús que, cuando tienen sed, paran su vehículo aprovechando algún semáforo en rojo para beber agua de la fuente. Además, cada vez que leo Il Messaggero, veo fotos de jabalís que rondan por mi barrio. Lástima que aún no vi ninguno.
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