“Parad
el mundo que me bajo” (Groucho Marx)
He dicho
muchas veces que Roma es una sucesión de pequeños milagros. Estos, en su magnitud,
sujetan con muletas una naturaleza que parece próxima a la muerte, pero que
está más viva que nunca. Es más, Roma sólo sabe vivir así, caminando sobre el
trapecio. El riesgo y el desorden son sus grandes señas de identidad. Peinan y
perfuman su longevidad.
No me deja
de sorprender cada día que el Coliseo, Arco de Constantino o Foros Imperiales
aguanten ‘in bellezza’, pese al poco cuidado que siempre han tenido por parte
del Estado, permitiendo hasta hace muy poco el trasiego de vehículos por una de
las vías más concurridas, arteria principal del centro histórico, confluencia
de estrés camino al trabajo. Versos libres de gente que camina a ninguna parte.
Pero
estos aparentes jeroglíficos de calles inmensas y atascadas, nido de ruido
ensordecedor, camareros pedantes, italianos con un punto de locura controlada,
estética, vicio, pobreza, birra Peroni, risotto con jengibre y salmonetes, vino
de Chianti (Toscana), Palazzo Graziani (segunda residencia de Berlusconi),
corbata con zapatillas y vaqueros… Es aquí donde reside el origen de todo.
Siempre he dicho que para ordenar el desorden primero hay que estar
desordenado. O, lo que es lo mismo, para salir del agujero hay que entrar en
él.
Por eso,
en uno de mis días de tristeza -será el otoño o el grácil arribo del invierno-,
sólo conseguí escapar gracias a mi profesor de Arquitectura. Él me dio la clave
al contar una historia que tuvo lugar otrora cerca de mi casa, a lo largo de la
vía Nomentana -calle señorial y burguesa, rodeada de embajadas-. Resulta que
esa calle está rematada por la Porta Pía, incrustada en las Murallas Aurelianas
y diseñada por Miguel Ángel en época de Pío IV, cuya residencia en aquella
época no estaba en San Pedro sino en el Quirinale, ubicado a unos dos
kilómetros en esa dirección. Delante, y custodiándola, se encuentra una figura
ecuestre de un ‘bersagliere’ (cuerpo de Infantería del ejército italiano) en
honor a la batalla vencida contra los Estados Vaticanos. Pues fue esa avenida
infinita (recuerden que todos los caminos conducen a Roma), la más recta en el
acceso a la poderosa urbe, la que escogió Garibaldi y sus Camisas Rojas para
entrar. El resto ya se conoce… Comenzó la unificación del país, hasta entonces
en manos de invasores y Papas sátrapas. ¿Tiene uno derecho a quejarse o
desanimarse en un lugar donde sólo suceden milagros? No, y además creo que hay que tener cuidado con el jengibre, demasiado sabroso y fuerte como para abusar de él. Lo sé, Roma altera y mezcla tus ideas. Estás condenado a ello.