"Todos nos volvemos locos alguna vez" (Psicosis)
Detectar
los miedos es el primer paso para superarlos. Lo digo yo, que me aterró el amor
en todos los sentidos de la palabra. Por suerte, aprendí a querer hace ya algún
tiempo. Parece tan fácil, dirán algunos, que casi rozaría lo banal. En mi caso
fue casi imposible, porque siempre fui mi propio enemigo. ¡Iluso!
Amor,
para los que no lo sepan, es un palíndromo, porque leído al revés aparece la
palabra Roma, ciudad coqueta, cruel, delicada, desordenada, mentirosa, bella,
abierta y sensible, sobre todo muy sensible. De ella, adoro su restaurante de
bacalao frito y anchoas con mantequilla, la niebla eterna que circunda por el
Tíber, la soledad de sus monumentos de madrugada y la capacidad de sorpresa, de
convertir tus días en auténticas obras de arte. Roma, al igual que Marcel Duchamp, crea ‘ready mades’, altera elementos de la vida cotidiana para
sacarlos de su contexto y darles otro uso. En definitiva, muta lo simple en
grandioso, y viceversa.
Tomo
como ejemplo la alcachofa, ahora que es la temporada. Aquí, esta verdura es más
importante que el caviar, por citar un ejemplo de alto caché en la gastronomía
amateur. La explicación está en su receta ‘a la romana’: bien limpias, se
rellenan con menta, pan rallado, romero, pimienta negra y perejil. Cinco
minutos de sartén con aceite de oliva extra virgen, ajo y guindilla picante
roja. A continuación, se añade medio litro de agua (opcional una cucharada de
vino blanco) y se rehogan durante una hora a fuego lento.
Poniendo
la atención en todos estos preparativos culinarios, ¿pensáis que la vida
tendría sentido sin una alcachofa? Porque, con esta receta, poco importan ya
que los servicios de Roma parezcan los del África Negra, y mucho menos que los
romanos sean simpáticos y gilipollas (sólo aquí comprendí que pueden cohabitar
ambos adjetivos en un mismo individuo). Las virtudes, miles, las ensalzo, pero
los defectos -detectados la mayoría-, simplemente me hacen reír. Será el amor…
Y lo despojado que me siento de prejuicios para venerar semejante
meticulosidad. “Si no metes la menta, no vale nada de lo demás. No serían a la
romana”, me dijeron. Acepté, por supuesto, porque en el fondo creo que el
caviar (o el jamón) no es más que una concatenación de letras que emiten un
sonido familiar y gustoso sotenido, además, por la historia y las costumbres. Pero también puedo estar equivocado.
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