viernes, 19 de junio de 2015

La cena de los idiotas



"El individuo aprende mientras enseña", (Séneca)

Nunca me huelen mal los sobacos, ni siquiera tras hacer deporte. Quiero comenzar así, con este tono vulgar y jocoso, para contextualizar la primera vez (espero que también última) que me sucedió esto. El lugar es un sitio céntrico de Roma, muy cercano al Coliseo. Fue una invitación a una cena, donde coincidimos tres parejas, todos italianos salvo Isa y yo.
El día no comenzó mal porque fuimos a Tívoli a ver la Villa Adriana, paradigma de la convivencia perpetua entre agua, esculturas y vegetación. Unas fotos, un par de posados de Isa entre restos romanos y rumbo al lugar donde nos acogieron con unos vasitos de agua para ir abriendo boca. A continuación, pasamos a un salón grande, típico de la película Fanny y Alexander, búnker de la burguesía crepuscular, vacía y condenada a unas leyes no escritas que son inamovibles en Italia.
Cuando me senté, esto tenía a mi alrededor: en el techo frescos al estilo miguelangelesco, delante cuadros originales el pintor metafísico Giorgio de Chirico y en mi amplio espacio de la mesa conté un par de platos (uno encima del otro), tenedor, cuchara y cuchillo. Creo que también dos vasos.
"No nos ha dado tiempo cocinar", soltó vehementemente la dueña de la casa, mujer de mi amigo, o lo que queda de él. "Pero no os preocupéis, que mi marido baja ahora a comprar pizzas". Reconozco que estaban buenas (Margherita con búfala, por cierto), pero la escena de apoyar la caja de cartón manchada encima de los platos bañados ligeramente en oro, mientras observaban atónitos los angelotes del techo, provocó una sensación extraña en mi cuerpo, como de alteración hormonal. Era como si, de repente, la vida dejaba de tener sentido, como si la obsesión por camuflar las miserias hubiera alcanzado el cénit. Y yo me embriagaba de él mientras más agua con gas tomaba.
Me encontré mal, y no precisamente por la comida sino por el envoltorio de la noche, que olía a muerto. Bendita frivolidad incomunicada.
La conversación no lo arregló demasiado. "Yo pongo un par de lavadoras al día", comentó una en italiano. No recuerdo la respuesta de la segunda, a la que le faltó tiempo para decir -eso sí- que no le gustaba la pizza, para mí lo único salvable de la noche. "Está demasiado salada", espetó.
Los minutos eran siglos, sobre todo cuando ves que el lado femenino dejaba ver constantemente ese pavor a perder la compostura, a ponerle asteriscos a las formas marcadas a fuego en Italia. Y estas no son otras que no hablar demasiado y, si se hace, que sea de nimiedades. Si alguien se pasa, que sea el marido, que luego tendrá que aguantar una mirada asesina parca en palabras. "Recuerdo una vez que nos bañamos desnudos los dos", dice uno de ellos. Ahí empezó y terminó el juego. La mirada, la mirada...
Yo, que empezaba a ilusionarme por encontrarme en mi territorio, estaba dispuesto a contar toda las veces que he meado en la calle en mitad de mis borracheras de hace años. O incluso cuando alguna vez se me fue tanto de las manos que la cosa no terminó sólo en meada, pero desgraciadamente tuve que frenarme ante ese desafiante cruce de ojos. Creo que no volvieron a abrir más la boca, porque parecían haber matado a alguien. Ellas siguieron con sus lavadoras, ellos se citaron para quitarse la careta otro día y yo me marché a casa, con Isa, para ducharme, echarme borotalco en mis sobacos y perfumarme con colonia Nenuco.

Pd: Lo de la colonia es para ocasiones especiales, como por ejemplo una cena entre idiotas. Los primeros, nosotros.

Pd1: No penséis que había malas personas en la mesa, sino todo lo contrario. Es el sistema perentorio que los encierra en lugares laberínticos de imposible salida.

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