sábado, 30 de noviembre de 2013

Versos libres




“Parad el mundo que me bajo” (Groucho Marx)

He dicho muchas veces que Roma es una sucesión de pequeños milagros. Estos, en su magnitud, sujetan con muletas una naturaleza que parece próxima a la muerte, pero que está más viva que nunca. Es más, Roma sólo sabe vivir así, caminando sobre el trapecio. El riesgo y el desorden son sus grandes señas de identidad. Peinan y perfuman su longevidad.
No me deja de sorprender cada día que el Coliseo, Arco de Constantino o Foros Imperiales aguanten ‘in bellezza’, pese al poco cuidado que siempre han tenido por parte del Estado, permitiendo hasta hace muy poco el trasiego de vehículos por una de las vías más concurridas, arteria principal del centro histórico, confluencia de estrés camino al trabajo. Versos libres de gente que camina a ninguna parte.
Pero estos aparentes jeroglíficos de calles inmensas y atascadas, nido de ruido ensordecedor, camareros pedantes, italianos con un punto de locura controlada, estética, vicio, pobreza, birra Peroni, risotto con jengibre y salmonetes, vino de Chianti (Toscana), Palazzo Graziani (segunda residencia de Berlusconi), corbata con zapatillas y vaqueros… Es aquí donde reside el origen de todo. Siempre he dicho que para ordenar el desorden primero hay que estar desordenado. O, lo que es lo mismo, para salir del agujero hay que entrar en él.
Por eso, en uno de mis días de tristeza -será el otoño o el grácil arribo del invierno-, sólo conseguí escapar gracias a mi profesor de Arquitectura. Él me dio la clave al contar una historia que tuvo lugar otrora cerca de mi casa, a lo largo de la vía Nomentana -calle señorial y burguesa, rodeada de embajadas-. Resulta que esa calle está rematada por la Porta Pía, incrustada en las Murallas Aurelianas y diseñada por Miguel Ángel en época de Pío IV, cuya residencia en aquella época no estaba en San Pedro sino en el Quirinale, ubicado a unos dos kilómetros en esa dirección. Delante, y custodiándola, se encuentra una figura ecuestre de un ‘bersagliere’ (cuerpo de Infantería del ejército italiano) en honor a la batalla vencida contra los Estados Vaticanos. Pues fue esa avenida infinita (recuerden que todos los caminos conducen a Roma), la más recta en el acceso a la poderosa urbe, la que escogió Garibaldi y sus Camisas Rojas para entrar. El resto ya se conoce… Comenzó la unificación del país, hasta entonces en manos de invasores y Papas sátrapas. ¿Tiene uno derecho a quejarse o desanimarse en un lugar donde sólo suceden milagros? No, y además creo que hay que tener cuidado con el jengibre, demasiado sabroso y fuerte como para abusar de él. Lo sé, Roma altera y mezcla tus ideas. Estás condenado a ello.

martes, 5 de noviembre de 2013

La alcachofa como metáfora





"Todos nos volvemos locos alguna vez" (Psicosis)

Detectar los miedos es el primer paso para superarlos. Lo digo yo, que me aterró el amor en todos los sentidos de la palabra. Por suerte, aprendí a querer hace ya algún tiempo. Parece tan fácil, dirán algunos, que casi rozaría lo banal. En mi caso fue casi imposible, porque siempre fui mi propio enemigo. ¡Iluso!
Amor, para los que no lo sepan, es un palíndromo, porque leído al revés aparece la palabra Roma, ciudad coqueta, cruel, delicada, desordenada, mentirosa, bella, abierta y sensible, sobre todo muy sensible. De ella, adoro su restaurante de bacalao frito y anchoas con mantequilla, la niebla eterna que circunda por el Tíber, la soledad de sus monumentos de madrugada y la capacidad de sorpresa, de convertir tus días en auténticas obras de arte. Roma, al igual que Marcel Duchamp, crea ‘ready mades’, altera elementos de la vida cotidiana para sacarlos de su contexto y darles otro uso. En definitiva, muta lo simple en grandioso, y viceversa.
Tomo como ejemplo la alcachofa, ahora que es la temporada. Aquí, esta verdura es más importante que el caviar, por citar un ejemplo de alto caché en la gastronomía amateur. La explicación está en su receta ‘a la romana’: bien limpias, se rellenan con menta, pan rallado, romero, pimienta negra y perejil. Cinco minutos de sartén con aceite de oliva extra virgen, ajo y guindilla picante roja. A continuación, se añade medio litro de agua (opcional una cucharada de vino blanco) y se rehogan durante una hora a fuego lento.
Poniendo la atención en todos estos preparativos culinarios, ¿pensáis que la vida tendría sentido sin una alcachofa? Porque, con esta receta, poco importan ya que los servicios de Roma parezcan los del África Negra, y mucho menos que los romanos sean simpáticos y gilipollas (sólo aquí comprendí que pueden cohabitar ambos adjetivos en un mismo individuo). Las virtudes, miles, las ensalzo, pero los defectos -detectados la mayoría-, simplemente me hacen reír. Será el amor… Y lo despojado que me siento de prejuicios para venerar semejante meticulosidad. “Si no metes la menta, no vale nada de lo demás. No serían a la romana”, me dijeron. Acepté, por supuesto, porque en el fondo creo que el caviar (o el jamón) no es más que una concatenación de letras que emiten un sonido familiar y gustoso sotenido, además, por la historia y las costumbres. Pero también puedo estar equivocado.

martes, 15 de octubre de 2013

Collage romano





“¿De qué sirve confesarme, si no me arrepiento?” (Al Pacino, El Padrino III)

La culpa la tiene James Joyce; suya es la idea de introducir a Leopold Bloom en ‘Ulises’. Una obra ideal para no llevártela nunca a la playa. Un libro prohibido y criticado por su inconexión, presunto aburrimiento e incomprensión. Una lectura inmortal que tomo como sostén para explicar lo que pasó por mi mente durante los quince minutos que tardé ayer en llegar desde Piazza Venezia a San Pietro. Una paseo en solitario a lo más profundo de mí. Creo que jamás se habla tanto (interior o exteriormente) como cuando se está solo. Mi intención es que no se entienda nada.

Calor, molestias en el pie ante la gran cantidad de papilomas, aunque en Italia las llaman ‘verruca’ por la tendencia de esta gente a simplificar su idioma o bien llenarlo de anglicismos para dar una calidad artificial. Tengo hambre, recuerdo las codornices que me comí con Isa hace dos semanas, a la plancha, antes degustamos sus huevos con anchoas y raviolis de berenjena rellenos de requesón, como aperitivo. Hambre, pocas ganas de dar clases, increíble el placer de no ser reconocido por nadie. Campo de’ Fiori, mercado, especias, zumo de granada, los italianos comen siempre sin beber agua, ni vino, ni nada al mediodía. Radio Vaticana, ni caso me hicieron con el CV, visión increíble de una fachada romana con colores ocres, que parecen recién pintados, mujer tiende la ropa. Recuerdo las entrañas de Vallecas con todo el mundo haciendo lo propio. No la echo de menos, sí Castel Sant’Angelo. Memorable noche de verano con música clásica y visita al pasadizo secreto de los Papas en épocas de guerras. Roma vista de noche, cortada por el Tevere, a un lado lo pagano y al otro lo cristiano. El pie me recuerda su malestar, no quiero hablar, busco restaurantes escondidos, música de Verdi cerca de San Pedro, pido periódicos fingiendo ser quién no soy, o sí soy ese en realidad. Parón de nuevo, gordo, delgado, ensaladas, panchitos, Budapest, qué ganas de la ópera allí. Esta noche Pechino Express con Isa. Mañana tarta de manzana casera para desayunar. Gran caminata. Roma es preciosa, mientras más caótica parece. Me gustan las tiendas de libros usados, llenas de polvo. Aún no encontré una igual de cine como la que llevaba mi amigo Fernando en España. ¿El nuevo lenguaje que usa Bresson en su cine tendrá relación con el Ulises de Joyce? Dudas, alegrías, problemas. ¿De verdad que se pueden fusionar la Biblia y La Odisea? Sólo sé que no sé nada.Venta ambulante, aroma a café... Aún es pronto, y yo sigo sin tener claro si el tea blanco está mejor con o sin leche.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Aprender a mirar






“Se puede resistir a todo salvo a las tentaciones” (Óscar Wilde)

Reproduzco el fragmento de una conversación de la que fui presente y que tuvo lugar, en Roma, hace meses. No importan los sujetos, mucho menos su sexo, creencias, pasado y presente. El futuro se puede intuir…

“No conozco a ningún gay, pero dicen que también son buena gente”, dijo un anónimo. “(Risas) Claro, obvio, son personas”, respondió otro en la misma cena donde yo, sujeto receptor, me encontraba degustando una deliciosa berenjena cortada en finas lonchas y superpuesta en capas, separadas entre sí por mozarela, parmesano, jamón york, tomate y albahaca. Uno de los platos estrellas de Sicilia, denominado aquí ‘Melanzane alla parmigiana’. No pude soportar seguir y, con excusa mediante, abandonamos la casa Isa y yo. Sin entrar en polémicas, porque sería luchar contra valores culturales arraigados, un batalla sin sentido que desgasta y crea resquemor. Sun Tzu estaría de acuerdo.

Así, desgraciadamente, piensa esta ciudad y, por ende, esta nación. Apuesto a que Roma es la única población en el mundo  donde no encuentras sellos en la Posta (un Correos a la italiana), también en la que un conductor de bus se para en un semáforo y aprovecha para beber en una fuente. Es imposible denunciar esto. Es más, este país en forma de bota -fino y delicado, presuntuoso y esnob- se dedica a juzgarte, encasillarte y decir lo que tienes que hacer. Ahí tienes dos opciones, que pueden ser tres: negarte es comenzar a limpiar la espada y proceder es pecar de cómplice. Entonces te queda el cinismo y la hipocresía. Sí, ser cínico e hipócrita. Ser uno de ellos. Aceptarlo, pero no compartirlo. No participar en el ‘Gran Hermano’ (inventado por George Orwell en su libro 1984) pese a estar en él. Saber que, si quieres estar aquí, tienes que taparte las rodillas y los hombros para entrar en San Pedro, aunque sepas que hay curas que se follan a los niños. O como se diga ese verbo. Perdón por la demagogia.

El secreto para sobrevivir sin odiar y llenarte de rencor es cambiar la percepción de la mirada. Tratar de mirar con perspectiva. Subirte a una montaña virtual y divisar todo, cada uno de los puntos cardinales de los hechos, de las acciones. Hoy día, por desgracia, vivimos en un mundo globalizado que camina a la velocidad de la luz. Existe un vértigo en los acontecimientos que no nos permite disfrutarlos. Vivimos bajo la sensación de estar poseídos por la odiosa monotonía, el estrés, la infelicidad, de querer siempre lo que no se tiene. Quizá pararte un segundo, sentado en el sofá de tu casa como estoy yo ahora, y pensar en la textura del mismo, en el olor del ambiente, en la sensación corporal y en la visión de todo lo que te rodea, ayude a no dar rienda suelta a esas percepciones que tiene la mente de los mortales. Aquí y ahora, cultura y pensamiento, reprobar cambiando los argumentos en lugar de subir la voz, frío, calor, compañera/o, objetos. Divisa bien todo eso, analízalo y háblate. Así tendrás siempre la sensación de vivir en un mundo placentero, a pesar de todas las adversidades. Porque, algo habrá hecho bien esta gente para que yo quiera seguir aquí.

lunes, 12 de agosto de 2013

Amanece que no es poco





“Hagas lo que hagas, ámalo” (Giuseppe Tornatore)

Iba a comenzar explicando los motivos por los que no he escrito durante el último mes, pero atravieso tal estado de pereza para escribir que prefiero tirar hacia lo fácil (Roma) para desbloquear este pecado capital. Salvando las distancias, los hermanos Cohen hicieron algo parecido cuando sufrieron un bloqueo mental mientras rodaban 'Fargo'. Fue entonces cuando se pusieron manos a la obra con la exquisita e inquietante ‘Barton Fink’. Puedo decir que, siendo ambas buenas, esta vez el remedio sí superó a la enfermedad.
Aquí, en la eternidad, ya rebasé el año, momento idóneo para hacer balance de una población exagerada, presumida, narcisista, débil, acólita de su estado de ánimo. En Roma, y en Italia en general, es conveniente ser guapo. Y, si no lo eres, lo ideal es camuflarlo con vestimentas caras o con hipocresía. Preservar la estética, esa es la clave. El culto a lo bello como un ‘status quo’ inmortal.
Comprendido esto, sobra explicar que repudian, de cara a la galería, la espontaneidad, lo imprevisible, el duende de la gracia. Son puntillosos y militantes, sobre todo si se sienten feos, en la necesidad de participar en actos u organizaciones sociales (bien sea ONGs) para sentirse a gusto con ellos mismos. Sí, como si quisieran estar así en paz con dios. Como si fueran siervos del mensaje vaticanista (hasta la llegada del Papa Francesco, por supuesto): no importa pecar hasta la saciedad siempre y cuando lo camufles con actos buenos. No importa sentirlos; basta con que los demás lo vean.
Luego está la clase social más pudiente, que igual cree perder el tiempo en esos menesteres. Ellos son más de reuniones masónicas, de ultratumba, con gente de nivel. ¿El objetivo? Estar rodeado de los mejores, de los más importantes, de los amigos que todo el mundo -en Italia- quisiera tener.
Si perteneces a uno de estos dos grupos, serás un hijo más de esta población miserablemente bella y acomplejada. Si no, simplemente serás un pobre al que acogen, miran con recelo y temen. Porque la normalidad, entendida en todos sus términos, les aterra. Tienen curiosidad por ella, pero también miedo de abrirla en dos y analizarla parte por parte, cual forense. Demasiado enrevesado si todo se puede solucionar con un vestido de Prada.