"Muchas personas no cumplen los ochenta, porque intentan durante demasiado tiempo quedarse en los cuarenta" (Salvador Dalí)
Los Soprano fue mi serie favorita hasta que me
conquistó Laura Palmer en Twin Peaks. Hubo momentos gloriosos de Tony y los
suyos en Nueva Jersey, pero de todos me quedo con uno que nada tiene que ver
con el crimen organizado, la familia y los grandes homenajes a base de pasta,
carne y vino tinto. El instante culmen, para mí, tuvo lugar poco después de ser
violada la psiquiatra que trataba de encauzar el rumbo de un capo de la mafia
sensible y visceral. Tuvo la oportunidad de contárselo para que éste vengara
semejante atrocidad, pero prefirió no utilizar esa vía aún sabiendo que lo
podía haber hecho. Ella dijo que se sentía más fuerte que nunca teniendo esa
posibilidad y no utilizándola, sabiendo que ello jamás paliaría el daño
ocasionado. Eso es poder: ser fuerte sin demostrarlo diariamente, sólo a ti
mismo.
En Roma sucede algo parecido, salvando las distancias,
con Gian Lorenzo Bernini, escultor, arquitecto y pintor italiano, fallecido en
la Ciudad Eterna el 28 de noviembre de 1680. Enterrado, casi de forma
clandestina, a la derecha del altar de Santa María Maggiore, una de las cuatro
basílicas papales que custodian esta ciudad, la única que conserva la antigua
estructura paleocristiana. Parece que tuvo que pedir la vez para que le
hicieran un hueco entre los legajos; o quizás pensó que lo mejor era pasar a
mejor vida desapercibido, como un mortal más. Así se lo hizo saber a su
familia, que ordenó cincelar la pequeña lápida con la siguiente sentencia: "La noble familia Bernini en este lugar, espera la
Resurrección". Pudo elegir el mejor de los lugares, en medio de una
celebérrima pomposidad donde albergar los huesos, pero prefirió no hacerlo.
Fue su última obra de arte.
Probablemente la menos solemne, pero la más interesante por lo que esconde. Ahí
la militante normalidad cobra brillo. Nada que ver con su imponente legado, que
comienza por el Éxtasis de Santa Teresa y termina por la Fuente de los Cuatro
Ríos, pasando por el Baldaquino de San Pedro, la Columnata de la misma Basílica o la iglesia de San Carlo de las
Cuatro Fuentes. En ellas se ve la esencia de un aventurado a su tiempo que osó
retar la dureza del mármol proponiendo formas cóncavas y convexas, buscando el virtuosismo, la mórbida fractura. Fusionar arquitectura y escultura hasta la confusión. Nutrirla de agua en las fuentes. Retorcer las
formas y llenarlas de luz, de vida. Quizás por eso buscó el anonimato en el
remanso de paz, porque ya había gastado todas sus candelas. La criatura
protegida por los Papas (Barberini, Inocencio X y Alejandro VII) -un dios en su
profesión- eligió ser hombre en su muerte.
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