“Italia es un país sin verdad” Leonardo Sciascia
Pueden suceder muchas cosas en medio de ninguna
parte. Por ello, y para no caer en la tentadora e inevitable monotonía,
propongo seriamente venir a Roma para ver que aquí la vida es el antónimo de un
bucle. Incluso en los depresivos domingos, donde la ciudad te brinda un sinfín
de posibilidades –lejos de las guías ortodoxas- para no capitular ante el
aburrimiento, que a veces se satura incluso con la excesiva belleza, como le
sucedió a Stendhal.
Me decanté por saltar la monumentalidad y esconderme
por los recovecos que se agobian con la excesiva masa extranjera. Es lo más
aconsejable en una ‘domenica’ cualquiera de un mes floreado y estrellado.
Comenzó precisamente en la medianoche del sábado, cuando apuré mi cena en el
barrio judío de la capital. El restaurante Nonna Betta (especializado en comida
hebraico-romana) ofrece como gran especialidad unas alcachofas
asadas, carne seca de vaca endulzada con especias, limón y rúcola. El plato
estrella fue rigatoni con pajata (intestinos). Un manjar, típico de San Isidro,
pero presentado de forma deconstructiva, sacado de su contexto, al estilo de
los chefs modernos, que andan rebuscando en la ‘basura’ nuevas recetas.
Los cristianos descansan los domingos. Los judíos, a
los que para criticar considero justo leer La Biblia y El Corán, hacen lo
propio los viernes, pero eso es otra historia. La mía continúo el Séptimo Día,
el del Señor. Una sobremesa soleada para disfrutar de la Basílica de San
Clemente, que levanta pocos centímetros del suelo porque no habría sustento
para soportar más belleza. Este santo fue un Papa mártir expatriado a Crimea (actualmente
República autónoma de Ucrania). Tan importante fue, que debajo de la Basílica
actual (siglo XII) descansa otra de ocho siglos antes, también en su honor.
Ambas sobre una construcción típica romana, a varios metros bajo tierra, donde
se comenzaron a desarrollar los primeros rituales cristianos. El encanto del
lugar es que se conservan perfectamente los tres estratos, las tres
construcciones separadas en el tiempo y, también, en ideas.
La jornada continuó gracias a un gran bocadillo de
porchetta -carne de cerdo asado y desprovisto de huesos, aromatizada con
hierbas salvajes-. Necesario para aventurarte hacia Santa María del Popolo,
donde se encuentra una joya de Caravaggio: La conversión de San Pablo. Los 50
céntimos que te exigen por su iluminación es mucho más un favor, un regalo que
te permite ver un hecho divino inmerso en la cotidianeidad. Se trata de un soldado
hebreo que se dedicaba a perseguir cristianos para castigarles… Hasta que
recibió un fogonazo -presumiblemente de Jesús-, que le dejó ciego mientras
pronunciaba estas palabras: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Saulo, que era Pablo antes de la conversión,
acabó rendido a los pies. Y nosotros a los suyos. Porque ese instante de
asombro, de sorpresa, de llamada, de unos nuevos ojos con los que ver el mundo
es lo que te garantiza esta urbe. Incluso el día de descanso de la semana, en
el cual debería ser un oprobio trabajar. Por eso caminé despacio y sin puntos de
referencia, por eso me perdí para encontrarme y volver a perderme. Por eso no
pequé de turista, porque las guías también se agobian los domingos. Y mucho más
en este universo de cartón-piedra.
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