sábado, 24 de enero de 2015

El Buscador



"Donde reina el amor, sobran las leyes", (Platón)

En uno de sus cuentos fantásticos, Jorge Bucay profundizó en el concepto de felicidad, y la redujo a una sucesión de momentos efímeros que cada individuo debería escribir en una libreta para  comprobar que, en ochenta años, sólo habremos disfrutado cinco o seis, no más. A menudo le doy vueltas al asunto, especialmente cuando me acorrala la frustración o la crónica insatisfacción, ese mal endémico del nuevo siglo.
La semana pasada hice la prueba y, bloc de notas en mano, tomé algunos apuntes a destacar. Todas resultan tras una disección de pequeños instantes que me llenaron de emoción instantánea, muy fuerte y muy corta.
Me levanté antes de las ocho de la mañana para ir a Trastevere, donde desayuné con Iñigo Domínguez (corresponsal de El Correo en Italia). Gran tipo, testigo de mi éxtasis en el bar San Calisto, donde degusté un capuccino con un cornetto de crema (podría también haber sido de chocolate blanco o pistacho). El instante en que el azúcar negra se perdía en la espuma fue memorable, preludio de un sabor amargo que endulza cualquier día. El resto, prescindible.
A continuación me dirigí a Campo de' Fiori para comprar verduras, algo normal en un mundo anormal. Un hecho en el que jamás reparamos porque forma parte de la cotidianidad, pero a mí ahora me han recomendado que ponga los cinco sentidos en ella. Éste es el resultado: El cosquilleo que sentí cuando llegó a mi nariz el olor a tierra y huerto de la lechuga y los tomates o el zumo de granada que me tomé realizado en el momento son simplemente cosas de otro mundo. De Tiempos Modernos. 
El día transcurrió con normalidad, rutinario, pero con chispazos de gracia. Otro me lo aportó cuando me acerqué a la charcutería más antigua de la ciudad y vi, en un cartel, que el jamón lo cortaban a mano, fino, como sucedía antiguamente en la urbe. También que ese día, y sólo ese, había bacalao y garbanzos frescos, como entonces. Entré, compré, salí, giré la calle, pillé Il Messaggero, me hice socio de un cine ocupado donde proyectaban Las consecuencias del amor (Paolo Sorrentino y Servillo), llegué a casa, cogí la bicicleta para ir a trabajar y, de camino, opté por una pizza rellena de aceitunas negras, brocoli y cebolletas.
De vuelta a casa, arranqué de una enredadera un poco de menta para frotármela en las manos y preservar el olor, porque ese olor era el que me permitía obtener ese valor añadido para luchar contra los demonios. Compré un libro sobre Charlie Hebdo e intenté proponer a mi compañera de escuela francesa un par de horas de clases para comprenderlo en su lengua original; luego bajé a la frutería de nuevo para comprar un mango. Allí, encontré a un conocido de Bangladesh, de religión musulmana, al que le propuse tomar un café para comprender mejor el Corán. Me dijo que ese día no, aunque sí más adelante.Vuelvo a casa con una idea en la cabeza: Quiero comprar el Gambero Rozzo (gambón cutre), una antiguía culinaria que pretende competir con el Gambero Rosso, una especie de guía Michelín sobre restaurantes de lujo en Italia. Me voy a la cama recordando mi visita a la Mezquita de Roma del pasado sábado. El grupo se multiplicó por diez tras los incidentes de París. Todos somos unos miserables, y la vida es un Gran Carnaval, retrato feroz dirigido por Billy Wilder.
Creo que me dormí emulando mentalmente cómo se disolvía el azúcar de caña en el capuccino y reproduciendo el olor a albahaca de la ciudad. Sumando todas las sensaciones de bienestar, igual fueron un par de minutos.

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