jueves, 25 de abril de 2013

Un domingo cualquiera





“Italia es un país sin verdad” Leonardo Sciascia

Pueden suceder muchas cosas en medio de ninguna parte. Por ello, y para no caer en la tentadora e inevitable monotonía, propongo seriamente venir a Roma para ver que aquí la vida es el antónimo de un bucle. Incluso en los depresivos domingos, donde la ciudad te brinda un sinfín de posibilidades –lejos de las guías ortodoxas- para no capitular ante el aburrimiento, que a veces se satura incluso con la excesiva belleza, como le sucedió a Stendhal.
Me decanté por saltar la monumentalidad y esconderme por los recovecos que se agobian con la excesiva masa extranjera. Es lo más aconsejable en una ‘domenica’ cualquiera de un mes floreado y estrellado. Comenzó precisamente en la medianoche del sábado, cuando apuré mi cena en el barrio judío de la capital. El restaurante Nonna Betta (especializado en comida hebraico-romana) ofrece como gran especialidad unas alcachofas asadas, carne seca de vaca endulzada con especias, limón y rúcola. El plato estrella fue rigatoni con pajata (intestinos). Un manjar, típico de San Isidro, pero presentado de forma deconstructiva, sacado de su contexto, al estilo de los chefs modernos, que andan rebuscando en la ‘basura’ nuevas recetas.
Los cristianos descansan los domingos. Los judíos, a los que para criticar considero justo leer La Biblia y El Corán, hacen lo propio los viernes, pero eso es otra historia. La mía continúo el Séptimo Día, el del Señor. Una sobremesa soleada para disfrutar de la Basílica de San Clemente, que levanta pocos centímetros del suelo porque no habría sustento para soportar más belleza. Este santo fue un Papa mártir expatriado a Crimea (actualmente República autónoma de Ucrania). Tan importante fue, que debajo de la Basílica actual (siglo XII) descansa otra de ocho siglos antes, también en su honor. Ambas sobre una construcción típica romana, a varios metros bajo tierra, donde se comenzaron a desarrollar los primeros rituales cristianos. El encanto del lugar es que se conservan perfectamente los tres estratos, las tres construcciones separadas en el tiempo y, también, en ideas.
La jornada continuó gracias a un gran bocadillo de porchetta -carne de cerdo asado y desprovisto de huesos, aromatizada con hierbas salvajes-. Necesario para aventurarte hacia Santa María del Popolo, donde se encuentra una joya de Caravaggio: La conversión de San Pablo. Los 50 céntimos que te exigen por su iluminación es mucho más un favor, un regalo que te permite ver un hecho divino inmerso en la cotidianeidad. Se trata de un soldado hebreo que se dedicaba a perseguir cristianos para castigarles… Hasta que recibió un fogonazo -presumiblemente de Jesús-, que le dejó ciego mientras pronunciaba estas palabras: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Saulo, que era Pablo antes de la conversión, acabó rendido a los pies. Y nosotros a los suyos. Porque ese instante de asombro, de sorpresa, de llamada, de unos nuevos ojos con los que ver el mundo es lo que te garantiza esta urbe. Incluso el día de descanso de la semana, en el cual debería ser un oprobio trabajar. Por eso caminé despacio y sin puntos de referencia, por eso me perdí para encontrarme y volver a perderme. Por eso no pequé de turista, porque las guías también se agobian los domingos. Y mucho más en este universo de cartón-piedra.

jueves, 11 de abril de 2013

El arte de no decir nada





"Muchas personas no cumplen los ochenta, porque intentan durante demasiado tiempo quedarse en los cuarenta" (Salvador Dalí)

Los Soprano fue mi serie favorita hasta que me conquistó Laura Palmer en Twin Peaks. Hubo momentos gloriosos de Tony y los suyos en Nueva Jersey, pero de todos me quedo con uno que nada tiene que ver con el crimen organizado, la familia y los grandes homenajes a base de pasta, carne y vino tinto. El instante culmen, para mí, tuvo lugar poco después de ser violada la psiquiatra que trataba de encauzar el rumbo de un capo de la mafia sensible y visceral. Tuvo la oportunidad de contárselo para que éste vengara semejante atrocidad, pero prefirió no utilizar esa vía aún sabiendo que lo podía haber hecho. Ella dijo que se sentía más fuerte que nunca teniendo esa posibilidad y no utilizándola, sabiendo que ello jamás paliaría el daño ocasionado. Eso es poder: ser fuerte sin demostrarlo diariamente, sólo a ti mismo.
En Roma sucede algo parecido, salvando las distancias, con Gian Lorenzo Bernini, escultor, arquitecto y pintor italiano, fallecido en la Ciudad Eterna el 28 de noviembre de 1680. Enterrado, casi de forma clandestina, a la derecha del altar de Santa María Maggiore, una de las cuatro basílicas papales que custodian esta ciudad, la única que conserva la antigua estructura paleocristiana. Parece que tuvo que pedir la vez para que le hicieran un hueco entre los legajos; o quizás pensó que lo mejor era pasar a mejor vida desapercibido, como un mortal más. Así se lo hizo saber a su familia, que ordenó cincelar la pequeña lápida con la siguiente sentencia: "La noble familia Bernini en este lugar, espera la Resurrección". Pudo elegir el mejor de los lugares, en medio de una celebérrima pomposidad donde albergar los huesos, pero prefirió no hacerlo.
Fue su última obra de arte. Probablemente la menos solemne, pero la más interesante por lo que esconde. Ahí la militante normalidad cobra brillo. Nada que ver con su imponente legado, que comienza por el Éxtasis de Santa Teresa y termina por la Fuente de los Cuatro Ríos, pasando por el Baldaquino de San Pedro, la Columnata de la misma Basílica o la iglesia de San Carlo de las Cuatro Fuentes. En ellas se ve la esencia de un aventurado a su tiempo que osó retar la dureza del mármol proponiendo formas cóncavas y convexas, buscando el virtuosismo, la mórbida fractura. Fusionar arquitectura y escultura hasta la confusión. Nutrirla de agua en las fuentes. Retorcer las formas y llenarlas de luz, de vida. Quizás por eso buscó el anonimato en el remanso de paz, porque ya había gastado todas sus candelas. La criatura protegida por los Papas (Barberini, Inocencio X y Alejandro VII) -un dios en su profesión- eligió ser hombre en su muerte.

jueves, 4 de abril de 2013

A sus pies





La invencibilidad está en uno mismo, la vulnerabilidad en el adversario. (Sun Tzu, ‘El arte de la guerra’)


Si el Coliseo hablara, debería pedir una explicación por lo sucedido. Su mala conservación, paradójicamente, no se debe sólo a la erosión ocasionada por las inclemencias o el daño de los terremotos, sino a la miseria e ineptitud humana. Primero se expolió para restaurar San Pedro (la iglesia no perdona); el resto son secuelas de la II Guerra Mundial, precedente de una tercera que está por arribar.

Por si fuera poco, desde hace dos años estas piedras milenarias –símbolo del Impero Romano- son gestionadas por Diego della Valle, dueño de la empresa de zapatos Tod’s, además de socio en los almacenes y Saks y en RCS, el grupo editor del Corriere della Sera, Marca y El Mundo. Manos privadas para cargar con una necesaria restauración. El gobierno que lo hizo, por si había dudas, fue el de Berlusconi. Sí, el estado italiano vendiendo al mejor postor una parte memorable de su historia.

Se cumple, pues, la profecía con la que ironizó el cómico incorregible Totò en la película TotoTruffa 62, en la que vendía a un americano la Fontana de Trevi. ¿Mofa de la sociedad estadounidense compradora incompetente o de una Italia que vendería a su madre si la conociera? Este hecho señala la ignominia de una sociedad que debería respetar más a un emblema construido en la dinastía Flavia –en realidad es Anfiteatro Flavio-, que preserva los órdenes dóricos, jónicos y corintio (exclusivo en el mundo) y que se apodó ‘Colosseo’ por hallarse junto a una escultura de Nerón, conocido con el sobrenombre de ‘Colosso’.

Han pasado más de dos siglos desde su nacimiento, y el mundo no ha hecho más que subestimarlo. Cuando en realidad debería estar a sus pies, como esos gladiadores que besaban la arena ante las 50.000 personas que a menudo lo abarrotaban. Eran los tiempos en los que los hombres luchaban contra las bestias para divertir al César y engatusar al pueblo. Hoy los hombres son las bestias y se entretienen con bombas atómicas y especulación de capitales. Si Nerón levantara la cabeza prendería fuego a Roma nuevamente.