miércoles, 26 de diciembre de 2012

Mentiras y verdades


La traza desnivelada de Roma -motivada por la fundación de la ciudad en torno a sus colinas- es directamente proporcional a la personalidad de su gente: capaces de virar de la felicidad a la tristeza en poco tiempo. Por eso es difícil comprender la psicología de los romanos y del país en general. Porque viven entre los impredecible y lo incomprensible. Una ciudad que sólo se limita a sobrevivir carece de personalidad y, por lo tanto, de valores. Le salva, eso sí, su maravilloso decorado.
Roma es una obra de teatro tragicómica. Repleta de artistas-ciudadanos que actúan, que fluctúan permanentemente.
La gente que viene de paso paga por la función y normalmente termina por aplaudir. Pero luego estamos los que tenemos la suerte de colarnos entre bastidores, de bajar a las profundidades para alcanzar una atalaya que te permite juzgar con claridad. Ahí comprendes por qué Berlusconi se metió en política (para regatear la cárcel mediante argucias legales), por qué el terremoto de L'Aquila benefició a mucha gente (constructoras felices), por qué Cannavaro se pasó figiendo lesiones durante su año en el Inter (tenía apalabrado fichar por la Juventus), por qué se negó el funeral religioso a un hombre que quiso aprovecharse de la eutanasia sólo por el hecho de violar uno de los códigos de la iglesia. Sí, la iglesia, esa institución que acogió las sepulturas y da cobijo a los féretros de Franco o Pinochet, dictadores que acabaron con vidas de miles de personas.
Cuando conoces esto, entonces queda el nihilismo, la nada. La vida tiene menos sentido por más que esté camuflada por frescos de Miguel Ángel o esculturas de Bernini.
Todo es mentira. Bello, pero mentira. La farsa más conseguida del mundo. Cincelada perfectamente con la última ocurrencia del trasnochado Papa, que niega la existencia de la mula y el buey en la época de Jesús, pero pasa por alto los raros espíritus alados, el muerto resucitado o los reyes magos que vuelan en trineo.
¡Perdón por decir la verdad!

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