miércoles, 30 de diciembre de 2015

Los pájaros


"Se puede perdonar al niño con miedo a la oscuridad, pero no al adulto temeroso de la luz", (Platón)

Se acaba uno de los años más interesantes vividos en Roma, esa ciudad extraña en la que uno siempre tiene la sensación de querer dejarla pero termina por no hacerlo ante la imposibilidad de soportar la pena de vivir sin ella. Es una sensación, según me consta, muy extendida entre los extranjeros residentes aquí.
Por si tenía dudas, 2015 me enseñó que para aceptarla tienes que conocerla en todas sus esferas, algo que no todo el mundo ha conseguido, por impaciencia, rabia, pesimismo o desconfianza. Me explico: si un individuo aquí se limita a levantarse, desayunar, ir al trabajo en un metro insufrible, tratar con italianos obsesionados con la eterna juventud (llenos de rabia acumulada), volver del trabajo, ver programas cuya función (para convertir al gobierno de turno en salvador) es hablar del fin de los días con la inmigración y el Isis... Si la vida es así, entiendo la depresión y el drama que desprende esta urbe, incapaz -si no escarbas- de ofrecer algo maravilloso, auténtico e imposible. Vivir tiene un precio. 
Hace más de un mes, cansado y estresado, fui a dar un paseo por las orillas del Tíber, custodiada por árboles preciosos (creo que son plataneros) que dibujaban la melancolía del otoño. De repente, me iba cruzando con gente resguardada en un paraguas, pese a que no había atisbos de lluvia, y hacía calor. Fue cuando mi cabeza notó la primera, porque luego vendrían más, defecación de un estornio. Fue el preludio de una marabunta de excrementos caídos del cielo, producto de las migraciones de estos misteriosos pájaros cuya mierda, siluetas y cantos son corales. Llegan a Roma en invierno, justo cuando se van las gaviotas, que durante el calor flotan por los monumentos buscando una dulce misericordia por el daño realizado. Que uno tenga que escapar de allí, divisando siempre de lejos la cúpula de San Pedro, y que además sea algo que se repite cada año desde casi una vida, convierte a la ciudad en única, estilosa y especial. Bella en sus defectos más profundos. Humana y divina a la vez.
Pero eso fue en otoño. Ya en invierno, tuve la suerte de liberarme a las seis de la tarde un día cualquiera para acudir a ver la estatua de Pasquino, una obra helenística; quizás Menelao; ubicada junto al Palazzo Braschi, en las traseras de Piazza Navona. Allí, en aquella zona, durante los siglos XV y XVI vivía la alta nobleza romana, tanto de la política como de la religión. Pero entre ellos existía la figura de un sastre, que se movía como pez en el agua entre dicha alcurnia. De nombre Pasquino, inventó las famosas pasquinate, escritos sátiros pegados en la estatua (símbolo del poder), que rápidamente tomó su nombre.
Hoy día poco importa que haya sido Menelao, porque el origen del topónimo es Pasquino, y además sigue estando empapelado de críticas irónicas del pueblo romano, escritas en dialecto, hacia los políticos (Renzi) y la iglesia. Pura espontaneidad de una gente que prefiere morir a dejar de ser ella misma.
Es una de las estatuas hablantes de la ciudad, metáfora de la sátira burlona que encierra, y la necesidad de manifestarla, de llevarla hasta la casa de las altas esferas sin pedir la vez. La escultura, inicialmente, no era más que la ostentación de la pujanza y el señorío; ahora es la mofa que llama a tu puerta. Cómica, infantil y resignada, como la ciudad, que sufre y habla.

martes, 10 de noviembre de 2015

El estilo



"En una sociedad invadida por el consumismo no quiero hacer cine de consumo", Pier Paolo Pasolini

Cuando intenté contactar a Bud Spencer para mi entrevista con El País, desde el diario también me pidieron que hiciera lo propio con Terence Hill, a través de su representante. Éste me respondió hace pocos días con una carta formal que terminaba así: Voglia gradire i migliori saluti da parte del Sig. Hill. Algo así como un "disfrute de los mejores saludos de parte del señor Hill". Esa frase ponía un lazo rojo a una respuesta negativa. Podría haber sido un no rotundo, una no respuesta, pero prefirieron un no maquillado hasta tal punto que incluso parecía un sí. Es más, hay días en los que lo leo nuevamente porque no sé qué tipo de respuesta me han dado.
Ahí, y sólo ahí, se explica gran parte de Italia, de Roma, de esta parte del mundo bella y miserable, canalla, cínica, hipócrita, mentirosa y esquiva. Aquí está perdonado que seas un cabrón redomado, pero no que lo parezcas, que lo demuestres. Por eso, es conveniente ver a criminales colaborando en ONGs, a la iglesia implorar por la familia mientras que gente como Tarcisio Bertone (ex secretario de Estado para el Vaticano) reforma su inmenso ático con fondos en teoría destinados a un hospital pediátrico (Bambino Gesú).
En un lugar donde lo importante no es el contenido sino cómo lo cuentas, no hay lugar apenas para gente honesta, valiente. Son tildados de polémicos, y suponen una amenaza para el bienestar. Un bienestar donde nada es lo que parece, pero es necesario que siga así por la incapacidad y el temor a vivir de otra manera.
En televisión (RAI), cuando fuimos una vez a publicidad, un periodista me dijo que tuviera cuidado con lo que decía en antena sobre Totti y los tifosi (dije que quien no denuncia sabiendo el pecado es cómplice), porque a él una vez le dieron un escarmiento pinchándole las ruedas del coche.
Yo no he llegado a nada de eso, y espero que nunca sea así, porque mi rijo por los principios de informar, opinar (mejor o peor) y, sobre todo, ser honesto conmigo mismo. Pero, como dijo Leonardo Sciascia, "Italia es un país sin verdad". Por eso, los que intentamos buscarla estamos condenados al fracaso y, peor aún, pecamos de tribuneros y mentirosos.  Y uno ya no sabe quién es y, como en la respuesta de Hill, qué quiere decir. Cosas del estilo y la belleza exuberante.

sábado, 3 de octubre de 2015

La muerte



"El verdadero mal es la indiferencia", (Madre Teresa de Calcuta)

Durante algún tiempo tuve miedo a la muerte, miedo de un modo exagerado, antinatural y enfermizo. Ahora, por esfuerzo (ya que no creo ni en la buena ni la mala suerte), simplemente la respeto como una parte más de la vida, como el final, la cuadratura del círculo a nuestra existencia. Somos el resultado de nuestras decisiones.
Mi carácter hipersensible me regala dosis de felicidad excesiva, pero también de sufrimiento ante nimiedades. Cuando consigo el equilibrio en el movimiento pendular, se me despierta una infinita profundidad que me lleva a empatizar y mimetizar con el medio. Con esfuerzo, una vez más, podría comprender y aceptar todo lo que sucede, desde lo más vil hasta lo más maravilloso.
En Italia, quizás por la tendencia infantiloide a no afrontar los verdaderos problemas, no viene aceptada la palabra muerte. Tampoco el suicido, pero estos son cosas de la Iglesia y el escapulario. Decía, que con la muerte se usan infinidad de eufemismos, que van desde: ha venido a faltar (è venuto a mancare), no está más (non c’è più) o desaparecido (scomparso). Eso, en las tertulias o en la prensa escrita. En la calle, directamente, a los muertos les convierten en vivos: “Valerio vive”, “Valerio está siempre con nosotros”. Vean algunas películas sobre el crimen organizado, verán cómo algunos -incluso- podrían hacerle un hueco en la mesa. 
Lo más sorprendente lo viví hace días en Cerdeña, donde acudí a una boda muy gremial. La parte final, esa que en España suele ser la más divertida y desenfadada porque básicamente se vertebra con una barra libre y corbata en la cabeza, fue la más triste para muchos miembros. El motivo es porque los novios tenían preparados ocho o diez globos blancos que, delante de numerosos invitados, soltaron para que se los llevara el viento en un precioso acantilado asomado al mar. Cada uno de ellos contenía escritos los nombres de las personas fallecidas más importantes de sus vidas, a las que quisieron concederles un espacio físico en el enlace (hubo una mesa llena de globos toda la tarde a la cual yo no presté atención). Recuerdo que no quise asistir a ese momento; que preferí pedir una canción de Franco Battiato mientras el dj me decía que la fiesta había terminado. Entonces dejé el chupito de mirto, que ya estaba caliente. 

Vi mucha gente llorando desconsoladamente, tristeza, nerviosismo y descomposión en algunos rostros. Vi una Italia joven, ingenua y fragmentada, con un sur abandonado, hermoso, cómico y solar; un norte distante, opaco e industrial… Y una capital, Roma, que debe unir dos mundos condenados a vivir juntos. Vivir, eso es en lo único que coinciden, porque sólo tienen en común el pánico a no estar más aquí, prodigándose en sus arrogantes batallas. Pero negar la muerte, en mi manera de pensar, es no aceptar la vida. Cuando me estaba durmiendo, pensé ¿y si todos estamos muertos?

sábado, 5 de septiembre de 2015

Oriente



"Yo soy grande, es el cine que se ha hecho pequeño", (Norma Desmond, El crepúsculo de los dioses)

No es un alegato para captar adeptos, sino una necesidad imperiosa de contar cosas, algo que se me ha agudizado desde que vivo en Roma. Eso estaba ahí, pero fue ella quién lo despertó. Quizás por su magnetismo, quizás por la ucronía que abrocha su historia. Y es que semejante lugar milagroso no hace sino provocarme dudas de su pasado, del que tiendo a idealizar e incluso alterar. ¿Fueron civilizaciones atávicas quiénes la fundaron?¿Los astros? ¿O la poesía que irradió de la tensión entre Rómulo y Remo encima del Palatino?

Me gusta pensar así, porque si me agarro a un origen oficial, recogido en los libros, no le termino de dar sentido al tema, y además me resultaría incompleto y aburrido. Roma es epidérmica, pero una vez comprendido y aceptado semejante rasgo de personalidad descubres que, como en el amor, se entremezclan dentro de ti la rabia y la alegría, que terminan por darse la mano. Disfrutas con lo maravilloso, y lo miserable lo interiorizas como una parte más de la vida. En ocasiones, incluso, provoca risas, cosquilleos en el estómago. Tilín.

La suciedad, el caos, la mafia, la burocracia, el excesivo precio del pescado o las infinitas facturas no hacen sino humanizar la ciudad, hacerla real para poder disfrutarla. Siempre digo que sin esas arrugas no sería ella, pero diré más: Sin ellas, sencillamente aparecería en un cuento, como El Dorado o el Santo Grial. Viviríamos, como dictan los versos de Leopardi, disfrutando sólo del deseo y curiosidad que nos produce tener algo, y terminaría por desvanecerse cuando lo poseemos. Eterna insatisfacción.

Roma es magia y arruga; dura realidad y dietrología. Todo junto conforman el ser, que se equivoca (y mucho) sólo por el hecho de vivir. Somos nosotros, probablemente, los seres incapaces de no interiorizar las virtudes, quizás porque habíamos sobrevalorado la perfección imaginándola con ínfulas de dioses y hadas.

Cuando me preguntan si aquí tengo amigos suelo decir que uno, dos como mucho. El resto, conocidos. Uno de ellos es italiano, de religión judía, que me obliga a hacerle la paella sin marisco, y me evita para quedar a solas, birra en mano, para hablar nuestros temas, que no  van más allá del fútbol, su Milán, o chicas guapas en el trabajo. Desconozco muy bien los motivos; el caso es que con el único que me escapo a cenar a solas (lo hago una vez al mes) es Manfredi, un divorciado de casi 50 años (padre de un niño de quince), que me cuenta historias de Vietnam y sus conquistas mientras tomamos siempre lo mismo: filete de bacalo, pizza margherita y tiramisú. De beber, cerveza y agua con gas. Gran individuo, siciliano, muy hincha del Palermo y antiamericano.

El tercero en discordia es un egipcio que trabaja en una frutería, con el que suelo tomar café casi a diario. Es de religión musulmana y, hasta donde yo sé, no puede hacer el amor hasta que no se eche novia y se case. Tiene 21 años, aunque aparenta treinta. Cuando le bromeo me dice que a mí me habla el diablo, y que en el Más allá tendré una vida dura, llena de fuegos y adversidades. Él, que respeta lo de rezar cinco veces al día, piensa que se encuentra en el paraíso. Yo no le creo, pero quizás ninguno de los dos estemos en lo cierto. Roma, que me enseña esta parte de Oriente, también me induce a pensar que cualquiera puede ser grande en su grandeza, entendida siempre como un conjunto de cosas buenas salpicadas con motas de polvo.


viernes, 19 de junio de 2015

La cena de los idiotas



"El individuo aprende mientras enseña", (Séneca)

Nunca me huelen mal los sobacos, ni siquiera tras hacer deporte. Quiero comenzar así, con este tono vulgar y jocoso, para contextualizar la primera vez (espero que también última) que me sucedió esto. El lugar es un sitio céntrico de Roma, muy cercano al Coliseo. Fue una invitación a una cena, donde coincidimos tres parejas, todos italianos salvo Isa y yo.
El día no comenzó mal porque fuimos a Tívoli a ver la Villa Adriana, paradigma de la convivencia perpetua entre agua, esculturas y vegetación. Unas fotos, un par de posados de Isa entre restos romanos y rumbo al lugar donde nos acogieron con unos vasitos de agua para ir abriendo boca. A continuación, pasamos a un salón grande, típico de la película Fanny y Alexander, búnker de la burguesía crepuscular, vacía y condenada a unas leyes no escritas que son inamovibles en Italia.
Cuando me senté, esto tenía a mi alrededor: en el techo frescos al estilo miguelangelesco, delante cuadros originales el pintor metafísico Giorgio de Chirico y en mi amplio espacio de la mesa conté un par de platos (uno encima del otro), tenedor, cuchara y cuchillo. Creo que también dos vasos.
"No nos ha dado tiempo cocinar", soltó vehementemente la dueña de la casa, mujer de mi amigo, o lo que queda de él. "Pero no os preocupéis, que mi marido baja ahora a comprar pizzas". Reconozco que estaban buenas (Margherita con búfala, por cierto), pero la escena de apoyar la caja de cartón manchada encima de los platos bañados ligeramente en oro, mientras observaban atónitos los angelotes del techo, provocó una sensación extraña en mi cuerpo, como de alteración hormonal. Era como si, de repente, la vida dejaba de tener sentido, como si la obsesión por camuflar las miserias hubiera alcanzado el cénit. Y yo me embriagaba de él mientras más agua con gas tomaba.
Me encontré mal, y no precisamente por la comida sino por el envoltorio de la noche, que olía a muerto. Bendita frivolidad incomunicada.
La conversación no lo arregló demasiado. "Yo pongo un par de lavadoras al día", comentó una en italiano. No recuerdo la respuesta de la segunda, a la que le faltó tiempo para decir -eso sí- que no le gustaba la pizza, para mí lo único salvable de la noche. "Está demasiado salada", espetó.
Los minutos eran siglos, sobre todo cuando ves que el lado femenino dejaba ver constantemente ese pavor a perder la compostura, a ponerle asteriscos a las formas marcadas a fuego en Italia. Y estas no son otras que no hablar demasiado y, si se hace, que sea de nimiedades. Si alguien se pasa, que sea el marido, que luego tendrá que aguantar una mirada asesina parca en palabras. "Recuerdo una vez que nos bañamos desnudos los dos", dice uno de ellos. Ahí empezó y terminó el juego. La mirada, la mirada...
Yo, que empezaba a ilusionarme por encontrarme en mi territorio, estaba dispuesto a contar toda las veces que he meado en la calle en mitad de mis borracheras de hace años. O incluso cuando alguna vez se me fue tanto de las manos que la cosa no terminó sólo en meada, pero desgraciadamente tuve que frenarme ante ese desafiante cruce de ojos. Creo que no volvieron a abrir más la boca, porque parecían haber matado a alguien. Ellas siguieron con sus lavadoras, ellos se citaron para quitarse la careta otro día y yo me marché a casa, con Isa, para ducharme, echarme borotalco en mis sobacos y perfumarme con colonia Nenuco.

Pd: Lo de la colonia es para ocasiones especiales, como por ejemplo una cena entre idiotas. Los primeros, nosotros.

Pd1: No penséis que había malas personas en la mesa, sino todo lo contrario. Es el sistema perentorio que los encierra en lugares laberínticos de imposible salida.

lunes, 18 de mayo de 2015

Vivir



"Sólo existen dos días en los que no se puede hacer nada: ayer y mañana", (Dalai Lama)

Hace algunos días María Fernández, mi jefa directa en la revista Traveler, me dijo que escribiera algo sobre la nueva ola gastronómica romana -Street Food-, pero algo ligero, para el verano. Entonces organicé con unos amigos de varias nacionalidades (España, Bielorrusia e Italia) una cita en Ponte Milvio, cerca del Estadio Olímpico, para degustar las delicias del Trapizzino. Como esto ya lo mandé, e imagino que saldrá publicado proximamente, aquí sólo puedo contar la contracrónica de una noche no apta para romanómanos.
Tras la cena, sábado noche, en España habría llegado la hora de los cubatas, dicho mal y pronto. Mucho más en un lugar eminentemente chic. Pero claro, aquí estamos en Italia, en Roma particularmente. Y los romanos, con ese punto infantil y goloso que tienen (una alumna me dijo una vez que las depresiones se curan comiendo chocolate negro), querían comer su heladito de pistacho y avellanas. El cocktel, cubateo refinado en el Tíber, llegó, pero sentados, tranquilos y con media expedición ya porque la otra media se fue a dormir.
A las dos de la madrugada, Isa, un amigo (Javi) y yo comenzamos la larga travesía de vuelta a casa. Larga porque Roma está mal comunicada, especialmente de noche y mucho más un sábado. Eran las tres y habíamos cogido el primer bus, que nos dejó en Via del Corso. Allí nos abandonó Javi, que vive en Garbatella. Isa y yo esperamos media hora al segundo, que llegó excesivamente lleno (es la hora del regreso a casa para los romanos, que nunca alternan hasta por la mañana). Obviamente, no nos pudimos sentar; un par de asientos estaban ocupados por un tipo joven con síntomas claro de sbornia (borrachera). Mi sorpresa es que se despertó de su plácido sueño, me miró y me dijo que me apartara... Mi cara de incredulidad simplemente se limitó a custodiar su vómito desaforado y viscoso. Había alcohol, quizás absenta, pero también helado y croissants. El infantilismo, recuérdenlo.
La noche terminó, para mí, en un modo fantástico. El conductor, visiblemente enfadado, paró el vehículo, nos mandó a todos fuera y, cuando parecía que se disponía a limpiarlo, cerró las puertas y se marchó insultando al tendido: "Li mortacci tua" (Me cago en tus muertos, en versión romanaccio). Unas buenas noches para la población. Luego, ya por Via Veneto, tuvimos que esperar al siguiente, mientras el reloj se acercaba a las cinco de la mañana y la gente, entre la incredulidad y la militancia del sentido común, proseguía la ruta con nosotros. Y así transcurrió otro día más. Y amaneció el domingo, algo que no es poco en Roma. Creo que en ese día, soleado, fue cuando un policía me dijo que si yo me colaba en el metro (no tenía suelto para sacar un billete y la máquina no daba cambio), que lo hiciera con discreción, aunque de todas formas él miraría para otro lado. Creo también que comí, no muy lejos de donde fue asesinado Aldo Moro, filete de bacalao con alcachofas fritas en el barrio judío.

PD: Para que yo esto me lo tome en clave de humor he tenido que trabajar mucho con mi mente. Lo del bus, claro. 

PD1: Los romanos tienen pánico a morir, pero sobre todo a usar la palabra muerte, siempre camuflada con eufemismos. Sólo la utilizan para insultar. ¡Y sólo porque ahí no son ellos, sino su lado diabólico!

lunes, 20 de abril de 2015

El perdón



"Si explicara la poesía se convertiría en algo banal", Pablo Neruda

En Roma, durante algunas crisis existenciales, he encontrado bienes intangibles que jamás creería poder hacerlo. El primero fue el amor, ese sentimiento que teñí de demonio erróneamente. El último fue el perdón, ese don divino tan renegado por los débiles. La paradoja es que, con ambos (muy católicos los dos), me he topado mientras he ido descubriendo que me interesan todas las religiones, pero no creo en ninguna. Sí en las personas. El miedo me impidió, durante toda mi vida, comprender todo esto.
Italia es un país vanidoso, sensible y cobarde, muy cobarde. Es presuntuoso, sí, pero sólo si se siente escuchado y respaldado. Su profundo miedo, comprensible por otra parte, le ha torturado, obligándola a reparar lo que no estaba roto. Algo de todo eso hay en Roma, ciudad milagro cuya personalidad está inacabada. La corrupción, el campanilismo (feroz rivalidad interna), la supervivencia, el arte, el Vaticano... Demasiados contrastes como para tener un juicio cabal de las cosas. 
En esta ciudad, a las chicas, no les gusta la leche condensada por ser algo demasiado dulce y artificial, y por ir en contra de sus principios: toda la comida tiene que ser casera. Además, y sigo con las chicas, no suelen tener amigas, porque la sociedad les tiene reservado un papel estelar: nacer, crecer, estudiar cinco lenguas, tocar el piano, no hablar de chicos, tener novio una vez rebasada la veintena, tener hijos, criarlos, cocinar, planchar la ropa, controlar al marido, jubilarse (las pocas que trabajan) y morir. Las que no tienen novio -y ya disfrutan de una cierta edad- siguen repudiando la mermelada comprada y el azúcar de caña por ser demasiado químico, pero sin embargo son auténticas apasionadas de los tríos, generalmente con dos hombres. Pero recuerden que se asustarán si usted osa a comprar pasta en lugar de hacerla con su propia harina 0'0. Y si en alguna ocasión pronuncia la palabra pedo, cuesco o culo... Directamente le echan de casa. Así, sin más.
Con la iglesia y la policía es un poco lo mismo. Amen, oren y liberen sus pecados, que ya nosotros lavamos el dinero de la mafia. O, lo que es lo mismo, no se le ocurra colarse a un metro, de lo contrario me veré obligado a pedirle lo que usted tenga en el bolsillo.
El cénit fue la semana pasada, cuando me dirigí a un banco a cobrar un cheque de 390€. Es necesario saber la cantidad para engrandecer la historia. Fue pocos días después que un hombre en bancarrota asaltase un juzgado en Milán y asesinara a varias personas a tiros. Sí, con pistola entró saltándose todos los controles que, por otra parte, no funcionaban.
Volviendo a mi historia, resulta que mi única duda cuando me acerqué al banco era si dejar fuera mi bicicleta o meterla porque no tenía candado. Cuando llegué, rápidamente se esfumó mi duda ya que había un par de puertas blindadas pese a ser un banco pequeño, de barrio. La dejé fuera, pero no fue suficiente porque una alarma con un sonido ensordecedor me indicaba que no podía pasar con los metales. Así hice, pero la alarma siguió, por lo que yo, nervioso, opté por quitarme la sudadera y la cazadora. Reconozco que también pensé en los pantalones, pero la solución me la dio la oficinista, a voces limpias para salvar la incomunicación que producen dos puertas blindadas: "En Italia somos así. No te puedo dejar entrar; llama al número de información que se te indica fuera. Es la empresa de seguridad que se encarga del banco. Así es nuestra política". El final no es importante, porque en realidad fue una prolongación continua de la paradia, la falsedad, la hipocresía, la doble moral y la desmesura por la estética de este país. Si perdono a todos estos seres que me circundan, sin excepciones, cómo no me voy a perdonar a mí mismo cuando falle. Lo escribo porque eso es lo siguiente que espero encontrar en las profundidades.

lunes, 30 de marzo de 2015

Il sistema





"Dipinge con il cervello e non le mani", (Michelangelo)

In teoria mi toccherebbe scrivere un pezzo sul Mágico González (non proprio qua), un attaccante nato a El Salvador che giocò in Spagna (Cádiz e Valladolid) per dieci anni. Una sorta di genio discontinuo, come Zigoni e Vendrame. Ma purtroppo non posso tralasciare la triste realtà del calcio italiano sotto tutti i punti di vista.
L'Italia, ancora una volta, si distingue per il suo modo particolare di affrontare le sue vicissitudini: I grandi problemi diventano sciocchezze e viceversa. Ormai mi sono accorto che questo paese bello e pazzo è stato creato per essere accettato così, senza possibilità di capirlo. Altrimenti diventiamo matti tutti quanti.
Sono passati nove anni da Calciopoli, e oggi la realtà è piuttosto chiara. Il reato c’è ma finisce in prescrizione. Perfino Luciano Moggi non è mai stato in galera. Inoltre, la Juventus chiede addirittura risarcimenti per i danni subiti. Non dobbiamo neanche dare per scontato che possa riprendersi i due scudetti persi a tavolino. Sarebbe la fine del calcio, il successo della mela marcia. La morale di un mondo in cui il contorno si mangia la bistecca.
Allo stesso tempo, sento Roberto Mancini alzare la voce sul discorso degli oriundi, esprimendo il suo disappunto sulla convocazione di Eder e di Vazquez. Forse ha già dimenticato che questa Nazionale è ancora alla ricerca della sua personalità, dell'atteggiamento di una volta, e uno dei motivi per cui c’è questa crisi riguarda tanto l'operato di gente come lui, che non ha mai cercato di sviluppare il settore giovanile. Non ha mai fatto niente per far crescere il vivaio e poi si permette di dire queste stupidaggini!
Insomma, l' Italia passeggia verso il nulla. Lotito, Moggi, Tavecchio sono gli eroi mentre Borsellino e Falcone sono morti. Giulio Andreotti disse un' inconfessabile contraddizione: perpetuare il male per garantire il bene. Questo, cioè Il Sistema, per Kafka era il cosiddetto Processo. Machiavelli nacque in questo “Belpaese”. Bisogna prenderlo in considerazione.
Sebbene questo sia un blog su Roma, mi sento di dire che in questo paese si parla di tutto tranne che di cose belle e di sport vero. L'Italia ormai è diventata debole con i forti e forte con i deboli. Il pallone è sporco di fango, quindi non è il momento di parlarne. Hanno vinto loro, perché anch'io mi sono dimenticato di Zigoni, di Vendrame, di Best o del Mágico González e ho tirato fuori i discorsi sugli oriundi e su Calciopoli. Io stesso sono senza uscita.

lunes, 23 de marzo de 2015

Bella Figura



"Les conozco, sé quiénes son, sus nombres, pero no tengo pruebas para demostrarlo", (Pier Paolo Pasolini)

En Italia, Fare bella figura significa quedar bien. Es trascendental comprender la naturaleza de este mensaje lacónico en todas sus esferas para poder sobrevivir. De lo contrario, sentirás permanentemente mis síntomas: rabia, impotencia, furia y deseos preocupantes de cargar un fusil.
Para no generalizar, me quiero centrar en Roma, en mi experiencia durante tres años, donde he adquirido una perspectiva bien distinta a la de mi época de erasmus, excesivamente reduccionista, banal y superficial.

Aquí lo importante es vestir bien, ser educado y promulgar el culto a la estética, más verbal que física, incluso. Eso se traduce, por ejemplo y en pocas palabras, en llamar hijo de puta utilizando un lenguaje tan fino y sutil que uno casi ni se da cuenta que está siendo insultado. Un ejemplo que se puede extrapolar a cualquier ámbito de la vida diaria, como la basura, donde hay cinco tipos de contenedores para que luego la gente sólo la introduzca en uno y, lo que es peor, los barrenderos la recojan tirando más fuera que dentro. O que hay cientos de policías en Termini -en teoría algo bueno, práctico y necesario- para hacer amistades, ser esbirros y trabajar en connivencia con los carteristas, traficantes y mafia china. Pero ahí están, inmaculados, haciendo como si protegen.

Luego están los masones, envueltos en túnicas con capucha y enjaulados en los espacios laberínticos de las iglesias para charlar, comer y confraternizar sus miserias y represiones. Según Sciacia, en su excelso Todo Modo, también meditar... Previo paso de asesinar, vender a sus madres si es que las conocen. Ojo, ahí hay individuos del mundo político, deportivo, gente del mundo del espectáculo y diversos órganos de poder. ¡Qué bello es vivir!, pensarán cuando salen de sus casas para hacer el bien de modo altruista.

Lo paradójico de este mundo artificial, bello, cautivador, mentiroso y dañino para la salud es que, todos los romanos (desde los masones hasta el último individuo del lugar) se asustan ante alguien que vaya de cara, le ven como el enemigo, el rebelde, el que hace brutta figura (quedar mal), y eso aquí es un sacrilegio. "Mátame, insúltame, róbame, lava dinero a la mafia, sé un pedófilo, pero intenta hacerlo con buenas palabras, revístelo de miel, de nube con azúcar". De lo contrario, y esto lo añado yo, cometerás el mayor de los pecados en este lugar contradictorio: ser una persona honesta, clara y visceral. Porque la visceralidad, si no se tiñe de belleza, ofende a dios. O a la iglesia. También a todo este mundo de cobardes que comulgan con Armani y el uso verbal de la palabra gentilissimo y derivados.

sábado, 24 de enero de 2015

El Buscador



"Donde reina el amor, sobran las leyes", (Platón)

En uno de sus cuentos fantásticos, Jorge Bucay profundizó en el concepto de felicidad, y la redujo a una sucesión de momentos efímeros que cada individuo debería escribir en una libreta para  comprobar que, en ochenta años, sólo habremos disfrutado cinco o seis, no más. A menudo le doy vueltas al asunto, especialmente cuando me acorrala la frustración o la crónica insatisfacción, ese mal endémico del nuevo siglo.
La semana pasada hice la prueba y, bloc de notas en mano, tomé algunos apuntes a destacar. Todas resultan tras una disección de pequeños instantes que me llenaron de emoción instantánea, muy fuerte y muy corta.
Me levanté antes de las ocho de la mañana para ir a Trastevere, donde desayuné con Iñigo Domínguez (corresponsal de El Correo en Italia). Gran tipo, testigo de mi éxtasis en el bar San Calisto, donde degusté un capuccino con un cornetto de crema (podría también haber sido de chocolate blanco o pistacho). El instante en que el azúcar negra se perdía en la espuma fue memorable, preludio de un sabor amargo que endulza cualquier día. El resto, prescindible.
A continuación me dirigí a Campo de' Fiori para comprar verduras, algo normal en un mundo anormal. Un hecho en el que jamás reparamos porque forma parte de la cotidianidad, pero a mí ahora me han recomendado que ponga los cinco sentidos en ella. Éste es el resultado: El cosquilleo que sentí cuando llegó a mi nariz el olor a tierra y huerto de la lechuga y los tomates o el zumo de granada que me tomé realizado en el momento son simplemente cosas de otro mundo. De Tiempos Modernos. 
El día transcurrió con normalidad, rutinario, pero con chispazos de gracia. Otro me lo aportó cuando me acerqué a la charcutería más antigua de la ciudad y vi, en un cartel, que el jamón lo cortaban a mano, fino, como sucedía antiguamente en la urbe. También que ese día, y sólo ese, había bacalao y garbanzos frescos, como entonces. Entré, compré, salí, giré la calle, pillé Il Messaggero, me hice socio de un cine ocupado donde proyectaban Las consecuencias del amor (Paolo Sorrentino y Servillo), llegué a casa, cogí la bicicleta para ir a trabajar y, de camino, opté por una pizza rellena de aceitunas negras, brocoli y cebolletas.
De vuelta a casa, arranqué de una enredadera un poco de menta para frotármela en las manos y preservar el olor, porque ese olor era el que me permitía obtener ese valor añadido para luchar contra los demonios. Compré un libro sobre Charlie Hebdo e intenté proponer a mi compañera de escuela francesa un par de horas de clases para comprenderlo en su lengua original; luego bajé a la frutería de nuevo para comprar un mango. Allí, encontré a un conocido de Bangladesh, de religión musulmana, al que le propuse tomar un café para comprender mejor el Corán. Me dijo que ese día no, aunque sí más adelante.Vuelvo a casa con una idea en la cabeza: Quiero comprar el Gambero Rozzo (gambón cutre), una antiguía culinaria que pretende competir con el Gambero Rosso, una especie de guía Michelín sobre restaurantes de lujo en Italia. Me voy a la cama recordando mi visita a la Mezquita de Roma del pasado sábado. El grupo se multiplicó por diez tras los incidentes de París. Todos somos unos miserables, y la vida es un Gran Carnaval, retrato feroz dirigido por Billy Wilder.
Creo que me dormí emulando mentalmente cómo se disolvía el azúcar de caña en el capuccino y reproduciendo el olor a albahaca de la ciudad. Sumando todas las sensaciones de bienestar, igual fueron un par de minutos.

viernes, 9 de enero de 2015

Centro de gravedad permanente




"Una nariz como la mía o la aceptas o te pegas un tiro", (Franco Battiato)

A ver cómo lo explico para demostrar que aún no me he vuelto loco, aunque muchas veces lo he temido y lo he pensado. Me equivoqué con Roma, porque yo sólo quería regresar aquí para vivir placidamente, rodeado de un atractivo artístico sin parangón. Casi tres años después, sigo sin conocer la tranquilidad, y la belleza ha tornado en monotonía perdiendo algo de fulgor. Dicho esto, parecería que me encuentro mal, sin embargo creo que atravieso el periodo más interesante en la ciudad, en el país y en mi vida en general.
Pensaba que había venido porque necesitaba una Piazza del Popolo cerca; sin embargo eso fue sólo un señuelo para atraerme. La esencia, y estoy en condiciones absolutas de mencionarlo, ya la he encontrado. Y me fascina, y ya no puedo escapar de aquí...
Me permito criticarla, pero bajo ningún concepto quiero que ningún extraño ose a hacerlo. En mis tres últimos días me han hecho pagar dos peajes en un tramo de carretera de 40 minutos sin luz y en pésimo estado, he comprado un bogavante muerto para cocinarlo con pasta y, en la panadería, he cogido pan cuatro cereales realizado con tantos tipos de harina diferentes. Al principio, como toda acción que sorprende al individuo, he actuado mal, con tristeza, rabia, como necesitando mi tiempo para asimilar el cambio de vida, de actividades; luego he descubierto que Roma, de noche, y llegando desde la carretera, se paga. Y que la próxima vez compraré el crustaceo vivo (más caro) ya que me parece mucho más interesante y atractivo. Lo del pan es cosa mía, simplemente que mi obsesión me obliga a variarlo en función de lo que vaya acompañado.
No piensen que estoy cambiando del todo... También, como a Ferrán Adriá, me gustan los pepinillos en vinagre y esbozo conversaciones inconexas o mal pronunciadas. Me pasan demasiadas cosas raras por la cabeza,  y no consigo explicar cómo últimamente me estoy enamorando de los pequeños placeres y desgracias de esta singular y complicada ciudad. Locamente persuadido de esta maldita Roma.

PD: Ayer cogí un tranvía y recorrí los casi nueve kilómetros de la Casilina (ferrovia Roma Laziali-Giardinetti) simplemente para divisar el panorama. Todo normal si no menciono que el transporte tiene casi un siglo, y que la calle es decadencia pura. Como sacada de la basura por esos genios contemporáneos que rebuscan ahí para convertirla en arte, en movimiento FLUXUS. No me envidien, porque después del bogavante estropeé mi dieta con un helado de nutella, requesón y  avellanas reducido con galleta triturada a la canela.