Se acaba uno de los años más interesantes vividos en Roma, esa ciudad extraña en la que uno siempre tiene la sensación de querer dejarla pero termina por no hacerlo ante la imposibilidad de soportar la pena de vivir sin ella. Es una sensación, según me consta, muy extendida entre los extranjeros residentes aquí.
Por si tenía dudas, 2015 me enseñó que para aceptarla tienes que conocerla en todas sus esferas, algo que no todo el mundo ha conseguido, por impaciencia, rabia, pesimismo o desconfianza. Me explico: si un individuo aquí se limita a levantarse, desayunar, ir al trabajo en un metro insufrible, tratar con italianos obsesionados con la eterna juventud (llenos de rabia acumulada), volver del trabajo, ver programas cuya función (para convertir al gobierno de turno en salvador) es hablar del fin de los días con la inmigración y el Isis... Si la vida es así, entiendo la depresión y el drama que desprende esta urbe, incapaz -si no escarbas- de ofrecer algo maravilloso, auténtico e imposible. Vivir tiene un precio.
Hace más de un mes, cansado y estresado, fui a dar un paseo por las orillas del Tíber, custodiada por árboles preciosos (creo que son plataneros) que dibujaban la melancolía del otoño. De repente, me iba cruzando con gente resguardada en un paraguas, pese a que no había atisbos de lluvia, y hacía calor. Fue cuando mi cabeza notó la primera, porque luego vendrían más, defecación de un estornio. Fue el preludio de una marabunta de excrementos caídos del cielo, producto de las migraciones de estos misteriosos pájaros cuya mierda, siluetas y cantos son corales. Llegan a Roma en invierno, justo cuando se van las gaviotas, que durante el calor flotan por los monumentos buscando una dulce misericordia por el daño realizado. Que uno tenga que escapar de allí, divisando siempre de lejos la cúpula de San Pedro, y que además sea algo que se repite cada año desde casi una vida, convierte a la ciudad en única, estilosa y especial. Bella en sus defectos más profundos. Humana y divina a la vez.
Pero eso fue en otoño. Ya en invierno, tuve la suerte de liberarme a las seis de la tarde un día cualquiera para acudir a ver la estatua de Pasquino, una obra helenística; quizás Menelao; ubicada junto al Palazzo Braschi, en las traseras de Piazza Navona. Allí, en aquella zona, durante los siglos XV y XVI vivía la alta nobleza romana, tanto de la política como de la religión. Pero entre ellos existía la figura de un sastre, que se movía como pez en el agua entre dicha alcurnia. De nombre Pasquino, inventó las famosas pasquinate, escritos sátiros pegados en la estatua (símbolo del poder), que rápidamente tomó su nombre.
Hoy día poco importa que haya sido Menelao, porque el origen del topónimo es Pasquino, y además sigue estando empapelado de críticas irónicas del pueblo romano, escritas en dialecto, hacia los políticos (Renzi) y la iglesia. Pura espontaneidad de una gente que prefiere morir a dejar de ser ella misma.
Es una de las estatuas hablantes de la ciudad, metáfora de la sátira burlona que encierra, y la necesidad de manifestarla, de llevarla hasta la casa de las altas esferas sin pedir la vez. La escultura, inicialmente, no era más que la ostentación de la pujanza y el señorío; ahora es la mofa que llama a tu puerta. Cómica, infantil y resignada, como la ciudad, que sufre y habla.